Alfonso V, llamado “el
Magnánimo” sucedió a su padre Fernando I como rey de Aragón en
el año 1416. Con su coronación la dinastía trastámara se
consolidó definitivamente en la Corona de Aragón, aunque a decir
verdad, Alfonso estuvo siempre más interesado en al imperio
mediterráneo que en los asuntos internos del reino.
Una vez convertido en rey
Alfonso no dudó e proyectarse al exterior, tomando parte activa en
la resolución del Cisma de Occidente en el Concilio de Constanza.
Fue rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Sicilia, de Cerdeña,
Conde de Barcelona y rey de Nápoles.
En el seno de su reino tuvo que
bregar con los insurgentes nobles y enfrentarse a la poderosa
oligarquía urbana barcelonesa liderada por el conseller Joan
Fiveller, en el contexto de las luchas entre la Biga y la Busca.
Entre las concesiones que hizo a su gente podemos destacar la
aprobación para el establecimiento de la Universidad en Barcelona.
En 1421 se encontraba en
Cerdeña protegiendo sus dominios cuando la reina viuda de Nápoles,
Juana II, le ofreció adoptarlo como hijo y heredero. Las relaciones
entre Alfonso y Juana fueron tensas y volubles, y el rey aragonés
tuvo que esperar al deceso de Juana para convertirse, esta vez por la
fuerza de las armas, en rey de Nápoles. En las largas luchas en
Italia Fernando fue derrotado y convertido en rehén por el
condotiero milanés Filippo María Visconti. El tiempo y el presidio
dorado, transformaron a dos rivales, en fieles amigos y compañeros.
Enamorado de Italia pasó más
de la mitad de su vida en territorio transalpino. Para el gobierno en
Aragón delegó en su esposa María de Castilla y en su hermano Juan
(futuro Juan II). Por vivir alejado de la realidad catalano-aragonesa
y por otros detalles como el de hablar en castellano el día que se
presentaba por vez primera ante las Cortes de Barcelona, la
historiografía catalana no tiene mucho aprecio por este monarca.
Razones no les faltan, supongo.
Alfonso estaba completamente
convencido que su política imperialista beneficiaba a la clase
mercantil catalana, por tanto no entendía la oposición y hostilidad
por parte de las Cortes. Quizás el monarca no apreciaba los
esfuerzos económicos que debían hacer sus súbditos para costear
las campañas en el extranjero.
El rey Alfonso se veía a sí
mismo como la espada de la Cristiandad, perfectamente afilada para
combatir al turco, en especial, después de la conquista de
Constantinopla. En este contexto podemos señalar la alianza que el
monarca estableció con Jorge Castriota Skanderbeg, el comandante
albanés que pasó años frenando en los Balcanes todas las
incursiones otomanas.
Era un entusiasta de la cultura
clásica y jamás salía al campo sin llevar consigo los Comentarios
de Julio César, llenó su corte napolitana de escritores en latín,
italiano, catalán y castellano y se rodeó de intelectuales como el
pensador Lorenzo Valla, el historiador Giovanni Pontano y el erudito
Antonio Becadelli “el Panormita”. Una actitud ante la cultura
plenamente renacentista.
Mientras su legítima esposa
aguarda en Aragón gobernando en su nombre, el fogoso Alfonso
coleccionaba amantes y concubinas, como Giraldona de Carlino, y ya en
la senectud la intelectual Lucrecia Alagno.
En 1458 murió en Nápoles, en
su castillo situado a orillas del mar, mientras, cuentan, preparaba
una expedición (más ficticia que real) para expulsar a los turcos
de Constantinopla. Su hermano Juan le sucedió como rey de Aragón y
su hijo bastardo Ferrante en el trono de Nápoles.
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