Cuando se marcha a pie, no sólo se avanza más despacio y se tiene más ocasión de hablar con la gente, sino que también se va menos protegido y ese desvalimiento obliga a tener más trato con los habitantes, sea para secar la ropa mojada en un chaparrón o para frenar una descomposición intestinal. A pie, en suma, surgen más oportunidades de encontrarse, conocerse y estrechar lazos.
Otra de las sorpresas que proporciona atravesar campos andando es que a medida que pasan los días cambia la percepción del espacio y el tiempo y entra uno en otro ritmo. De pronto, las distancias se empiezan a medir otra vez, como ocurría antes, en jornadas y Logroño, más que estar a 80 Km. de Pamplona, está a cuatro días de marcha. A fuerza de pasar el día al raso, de ver iglesias, puentes y cruceros medievales y de medir las distancias en jornadas, se desconecta del mundo habitual y se retrocede en el tiempo y se llega uno a creer que está poco menos que en otro siglo.
Al desacelerarse el ritmo se empieza a apreciar también de manera distinta cuanto nos rodea. Si en coche es raro que algo nos llame la atención al punto de hacernos parar antes de alcanzar la meta marcada al salir, a pie se va tan despacio que es como si nos fuéramos parando en todas partes, como si todo lo viéramos y el espacio que a cien por hora se difumina, a cuatro por hora cobra un raro relieve, porque la capacidad de percepción se amplía.
En coche sólo se ve lo monumental y a pie, además de los monumentos, llaman nuestra atención por su belleza o espolean la imaginación por su singularidad miles de detalles: un humilde murete, una cerradura, una flor, un escudo, una frase oída al pasar, una ventana, un alero, un campo sembrado, un rebaño. Y a veces, un detalle inusual se nos queda más grabado que una iglesia románica más.
Esa capacidad de percepción más amplia que proporciona caminar se aplica incluso a los propios monumentos, pues la parsimonia con que se avanza hace que se los aprecie con particular intensidad. En coche, las imágenes se suceden vertiginosamente y nos abandonan con la misma rapidez con que se nos vienen encima no dejando apenas huella porque falta tiempo para digerirlas. A pie, la torre de una iglesia se acerca al atardecer, cuando ya vamos cansados, con una lentitud exasperante. Primero despunta una silueta borrosa y lejana y luego va adquiriendo poco a poco perfiles nítidos. Caminando, las imágenes se graban con fuerza inusitada y un momento recortándose sobre el horizonte al que nos aproximamos cansinamente puede impresionarnos tanto como la vista del monumento mismo.
A pie, da tiempo a que las imágenes se graben. A pie registra uno dónde se acaban las hayas, dónde aparece, bajando de Pirineos la primera encina o el primer viñedo; dónde cambia de pronto el acento o el humor de los lugareños; dónde se dejan de ver casas de piedra. El conocimiento que se adquiere de un territorio y la intensidad con que se graba es inversamente proporcional a la velocidad con que se le recorre. O dicho de otra manera, la misma diferencia que hay entre leer un libro y entenderlo, existe entre recorrer una zona en coche o hacerlo a pie. Y esto, que creo que es cierto en general, lo es más en el caso del Camino de Santiago, pues al no coincidir en general con carretera alguna, el que circula en coche va por un lado y el que marcha a pie por otro.
Arturo Soria y Puig.
Caminar como forma de conocimiento: la recuperación del Camino de Santiago.
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