Moldavia
es una de las regiones más turísticas (y en cierto sentido
emblemática) de Rumanía, y uno de los motivos de la gran afluencia
de visitantes son sus magníficos monasterios, auténticas joyas de
la arquitectura religiosa.
En un entorno privilegiado y bucólico, de
apacibles bosques y suaves lomas, uno de esos lugares donde el
tiempo, en vez de correr sinsentido, pasea muy despacio disfrutando
de la existencia, está enclavado uno de estos recintos religiosos,
el Monasterio de Dragomirna.
Morfológicamente
tiene el aspecto de una auténtica fortaleza, con murallas, torres y
camino de ronda. De la misma manera que es un auténtico centro de
producción completamente autónomo, con huertos, campos de cultivo,
rebaños y almacenes.
El
monasterio de Dragomirna, situado a 15 kilómetros de Suceava,
histórica capital del principado moldavo, fue fundado en el año
1601 – en la época de Miguel el Valiente – por el erudito y
futuro metropolitano de Moldavia, Atanasie Crimca, cuya lápida se
encuentra en el interior de la iglesia.
El
origen del monasterio ortodoxo es una capilla dedicada a San Juan
Evangelista, y a los profetas Enoc y Elías. Presenta una naos
rectangular y una cuidada decoración tanto exterior como interior
(que no pude fotografiar). Pocos años después se consagró una
iglesia mayor.
El
historiador, con alma de poeta, Nicolae Iorga le dedicó las
siguientes palabras: “Su contemplación es un asombro de belleza.
Es ligera y se eleva como un bello relicario, una joya arquitectónica
que decora los bosques seculares de Bucovina”.
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