Sentado a los pies de la estatua
ecuestre, el emperador (y cruzado) me susurra al oído una
melancólica letanía: “la nación alemana me tiene confundido.
Este palacio es un orgullo, accesible a todo el pueblo, sin embargo,
la emprenden a balonazos contra sus muros. El Sacro Imperio fue un
intento de unificar la civilización clásica, con la libertad y el
potencial inherente a las tribus de Germania. Pero cuando la
civilización falla, reaparece la barbarie, y así sembramos de
cadáveres el continente europeo. Sucesivamente nos enfrentamos al
Imperio Hispánico de Carlos V, a los turcos de Solimán, al Reino de
Francia, a Napoleón y a las Democracias Occidentales, y jamás
conseguimos el objetivo que nos propusimos. Nuestros intentos de
gloria militar ensombrecieron los logros de nuestra cultura; la
imprenta, la Reforma, la Ilustración, cuyo punto culminante fue
Inmanuel Kant, la sublimación de la música con Beethoven, Mozar y
Wagner, la creación del espíritu romántico. La aportación alemana
al arte, en todas sus facetas, ha sido mucho más determinante para
Europa que sus intentos fallidos de dominio político”. Aturullado
por tanta palabrería me alejo lentamente mientras Barbarroja llora
lágrimas de sangre al contemplar a la juventud germana y el futuro
que les espera.
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