Hay ciento noventa y tres
especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos de ellas
están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo
que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens. Esta rara y
floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus
más altas motivaciones, y una cantidad de tiempo igual ignorando
concienzudamente las fundamentales. Se muestra orgulloso de poseer el
mayor cerebro de todos los primates, pero procura
ocultar la circunstancia de que tiene también el mayor pene, y
prefiere atribuir injustamente este honor al vigoroso gorila. Es un
mono muy parlanchín, sumamente curioso y multitudinario, y ya es
hora de que estudiemos su comportamiento básico.
Yo soy zoólogo, y el
mono desnudo es un animal. Por consiguiente, éste es tema adecuado
para mi pluma, y me niego a seguir eludiendo su examen por el simple
motivo de que algunas de sus normas de comportamiento son bastante
complejas y difíciles. Sírvame de excusa el hecho de que, a pesar
de su gran erudición, el Homo sapiens sigue siendo un mono desnudo;
al adquirir nuevos y elevados móviles, no perdió ninguno de los más
viejos y prosaicos. Esto es, frecuentemente, motivo de disgusto para
él; pero sus viejos impulsos le han acompañado durante millones de
años, mientras que los nuevos le acompañan desde hace unos milenios
como máximo... y no es fácil sacudirse rápidamente de encima la
herencia genética acumulada durante todo su pasado evolutivo. Si
quisiera enfrentarse con este hecho, sería un animal mucho más
complejo y tendría menos preocupaciones. Tal vez en esto pueda
ayudarle el zoólogo.
Una de las más extrañas
características de los anteriores estudios sobre el comportamiento
del mono desnudo es que casi siempre eludieron lo más evidente.
Los primeros
antropólogos marcharon a los más apartados e inverosímiles
rincones del mundo, a fin de descubrir la verdad fundamental sobre
nuestra naturaleza, y se dedicaron al estudio de remotas culturas
estancadas, atípicas y tan poco fructíferas que están casi
extinguidas. Después, volvieron con hechos sorprendentes sobre
extrañas costumbres de apareamiento, chocantes sistemas de
parentesco o curiosos procedimientos rituales de estas tribus, y
emplearon este material como si fuese de vital importancia para el
comportamiento de nuestra especie en su conjunto. El trabajo
realizado por estos investigadores fue, desde luego, sumamente
interesante, y sirvió para mostrarnos lo que puede ocurrir cuando un
grupo de monos desnudos se ve metido en un callejón cultural sin
salida. Reveló hasta qué punto pueden extraviarse nuestras reglas
normales de comportamiento sin llegar a un completo derrumbamiento
típico de los monos desnudos típicos. Esto sólo puede lograrse
estudiando las normas comunes de comportamiento seguidas por todos
los miembros corrientes y no fracasados de las culturas importantes:
muestras primordiales que, en su conjunto, representan la inmensa
mayoría. Biológicamente, ésta es la única manera sensata de
abordar el problema. Contra esto, el antropólogo de la vieja escuela
habría argumentado que sus grupos tribales, tecnológicamente
simples, están más cerca del meollo del asunto que los miembros de
las civilizaciones avanzadas. Yo sostengo que esto no es verdad. Los
sencillos grupos tribales que viven en la actualidad no son
primitivos, sino que están embrutecidos. Las verdaderas tribus
primitivas hace miles de años que dejaron de existir. El mono
desnudo es, esencialmente, una especie exploradora, y toda sociedad
que no haya avanzado ha fallado en cierto modo, se ha «extraviado».
Algo ha ocurrido que le ha impedido avanzar, algo que va en contra de
la tendencia natural de la especie a explorar e investigar el mundo
que la rodea. Las características que los primeros antropólogos
estudiaron en estas tribus pueden ser muy bien los mismos rasgos que
impidieron el progreso de los grupos afectados. Por consiguiente, es
peligroso emplear esta información como base de cualquier estudio
general de nuestro comportamiento como especie.
En contraste con
aquéllos, los psiquiatras y los psicoanalistas se mantuvieron más
cerca de nuestro mundo y se dedicaron al estudio clínico de muestras
tomadas de la corriente principal. Pero una gran parte de su materia
prima presenta también graves inconvenientes, aunque no adolece de
la endeblez de la información antropológica. Los individuos que han
servido de base a sus teorías son, a pesar de pertenecer a la
mayoría, especímenes forzosamente anormales o fracasados en algún
aspecto. Si fuesen individuos sanos, evolucionados y, por ende,
típicos, no habrían tenido que recurrir a la ayuda psiquiátrica,
ni habrían contribuido a dar información al psiquiatra. Esto no
quiere decir tampoco que menosprecie el valor de sus investigaciones.
Nos han proporcionado una importantísima visión interior de la
manera en que pueden derrumbarse nuestras formas de comportamiento.
Lo único que cree es que, para discutir la naturaleza biológica, no
conviene hacer excesivo hincapié en los primeros descubrimientos
antropológicos y psiquiátricos.
(Debo añadir que la
situación de la antropología y de la psiquiatría está cambiando
rápidamente. En estos campos, muchos investigadores modernos
reconocen las limitaciones de las primeras investigaciones y se
inclinan cada vez más al estudio de individuos típicos y sanos. Un
investigador dijo recientemente: «Pusimos el carro antes que el
caballo. Forcejeamos con los anormales, y sólo ahora, cuando ya es un poco tarde,
empezamos a prestar atención a los normales.»)
El estudio que me
propongo realizar en este libro extrae su material de tres fuentes
principales: 1) la información sobre nuestro pasado desenterrada por
los paleontólogos y fundada en los fósiles y en otros restos de
nuestros remotos antepasados; 2) la información proporcionada por
los estudios de etnología comparada sobre el comportamiento animal,
fundada en observaciones detalladas de un gran sector de especies
animales y, en especial, de nuestros más próximos parientes vivos,
los cuadrumanos y monos; y 3) la información que puede reunirse
mediante la observación sencilla y directa de las normas de
comportamiento más fundamentales, y más ampliamente compartidas por
los ejemplares evolucionados de las principales culturas
contemporáneas del propio mono desnudo.
Dada la envergadura de
esta tarea, será preciso simplificarla de algún modo. Para ello,
prescindiré de las detalladas ramificaciones de la tecnología y de
la palabra, y concentraré toda la atención en los aspectos de
nuestra vida, que tiene réplica evidente en otras especies:
actividades tales como la alimentación, la crianza, el sueño, la
lucha, el apareamiento y el cuidado de los pequeñuelos. ¿Cómo
reacciona el mono desnudo al enfrentarse a estos problemas? ¿En qué
se asemejan estas reacciones a las de los otros monos y simios? ¿En
qué aspecto particular es único, y qué relación existe entre sus
peculiaridades y su especial historia evolutiva?
Me doy cuenta de que al
tratar estos problemas corro el riesgo de ofender a mucha gente. Hay
personas que prefieren no ver su propio ser animal. Considerarán,
quizá, que degrado a nuestra especie al hablar de ella en crudos
términos animales. Sólo puedo asegurarles que no es ésta mi
intención. Otros se quejarán de la invasión zoológica de su
propio estudio especializado. Pero yo entiendo que este estudio puede
ser de gran valor, y que, a pesar de sus defectos, arrojará una
nueva (y, en cierto modo, inesperada) luz sobre la compleja
naturaleza de nuestra extraordinaria especie.
Desmond Morris.
El Mono Desnudo.
Introducción.
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