La crisis del siglo III socavó los férreos cimientos del Imperio Romano, abriendo una enorme grieta estructural, que a pesar de algunos interesantes intentos, nunca se pudo cerrar. En el año 238 el Senado de Roma, tan corrupto como cobarde, nombró emperador a Marco Antonio Gordiano, el octogenario gobernador de la provincia de África. Este nombramiento significaba deponer al emperador legítimo Maximino el Tracio. Y ya se sabe como acababan estas cosas, serían las espadas las que hablasen.
Gordiano asoció inmediatamente a su hijo, Gordiano II, quien tuvo que entrar en batalla a los pocos días de la proclamación. En Numidia, el gobernador provincial Capeliano, aliado de Maximino, se levantó en armas y derrotó a Gordiano II, que murió en batalla, en las proximidades de Cartago. Enterado de la muerte de su hijo, Gordiano I, decide acompañarlo a los Campos Elíseos, suicidándose y poniendo fin a un gobierno que había durado únicamente veintidós días.
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