Según
Gregorio de Tours, en tiempos de los merovingios, un duque llamado
Rauching, cruel como él solo, cometía maldades abominables (y
gratuitas). Si un sirviente sostenía una vela mientras estaba
sentado a la mesa, algo normal y corriente, hacia que le desnudaran
las piernas y aplicaba la cera ardiente sobre su piel.
Dos
de sus sirvientes se casaron en secreto. Rauching pidió al párroco
que se los devolviese, bajo solemne promesa de no separarles nunca.
Hizo cortar un árbol, vaciar su tronco y construir un ataud. Luego
ordenó depositar el ataud en una fosa y allí colocó a la muchacha
como si estuviese muerta. A continuación arrojó sobre ella al
desgraciado sirviente. Tapó el ataud y llenó la fosa de tierra. No
quebró su juramento, prometió no separarlos nunca (de nunca).
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