En el contexto de la conquista romana del interior peninsular, allá por el siglo II a.C. el pretor Servio Sulpicio Galba, con la excusa de cederles unas tierras para que se dedicasen a trabajarlas y abandonasen el bandolerismo, engañó y masacró a varios miles de lusitanos. Los lusitanos acudieron confiados a la reunión con Galba y se encontraron con el acero de las espadas de los legionarios. Hombres, mujeres, ancianos y niños fueron pasados a cuchillo. Unos cuantos consiguieron escapar a la masacre, se refugiaron en las montañas y en poco tiempo se organizaron para plantar frente al invasor. Como líder eligieron a Viriato.
Viriato aglutinó a su alrededor un ejército disciplinado que recurría a la guerrilla y la emboscada para derrotar uno tras otro a todos los orgullosos generales que llegaban desde Roma. Para la autoridad romana Viriato era un bandolero, un ladrón, un simple salteador de caminos. No es un rey legítimo, ni un senador, con el que se pueda dialogar o mantener relaciones diplomáticas. Pero en política es tan fácil cambiar de opinión como de camisa, y tras una nueva derrota el Senado otorgó a Viriato el título de amigo del pueblo romano. Como bien sabemos, Roma, ni paga a traidores, ni respeta pactos que van en contra de sus intereses, de tal manera que recurrió a la ambición de unos amigos de Viriato que lo asesinaron vilmente una noche mientras dormía. Los miembros del senado brindaron con júbilo cuando llegó al noticia de la muerte de Viriato. Un problema menos.
Dos milenios más tarde, los nacionalistas románticos del siglo XIX recuperaron las figuras del bandolero Viriato, el traidor Arminius, o la rebelde Boudicca, para convertirlos en símbolos nacionales, en piedras angulares de los estados nación que estaban irrumpiendo para modificar radicalmente el mapa de Europa y transformar profundamente la vinculación entre gobernantes y gobernados. Un ladrón como Viriato o un traidor como Arminius se acabaron convirtiendo en héroes, en mitos fundacionales de la nación. Lo mismo ocurre con el Cid Campeador, un señor de la guerra, un mercenario, un extraordinario hombre de armas, pero que únicamente se mantuvo fiel a sí mismo, y con la famosa resistencia francesa considerada como un grupo de terroristas por el legal régimen de Vichy. O para la Corona Inglesa, que los amotinados de Boston eran unos alborotadores que había que someter sí, o si. El que ayer fue un hereje puede ser hoy un santo, el traidor un patriota y el mercenario un defensor de la nación.
¿Terrorismo o acción armada?, ¿ejército regular o guerrilla?, ¿soldado patriota o mercenario a sueldo?. ¿Víctima civil o militar?. Como si los militares no fuesen personas. Las palabras nunca son inocentes. El terrorismo, la guerrilla, el corso, algunas formas de bandidaje, el boicot, el sabotaje, son maneras diferentes (y complementarias según los casos) de hacer la guerra. Y en las guerras no hay ni malos, ni buenos, ni existen heroicidades, solo existen intereses y ambiciones. En la guerra hay destrucción, dolor y muerte. Esto vale para cualquier época, y lugar de nuestra historia común.
La guerra la hacen personas, como tú, y como yo. Bueno, como yo no, nunca empuñaría un arma. Mi elección es siempre la vida. Los militares, antes de ser soldados, son personas, y son personas que podrían decidir no combatir. No mira, no vamos a entrar en combate. No lucharemos en una guerra cruenta para que cuando a ti y a tu enemigo se os ocurra, firméis un acuerdo de paz y brindéis felices por ello, mientras mi cuerpo yace inerte en tierra de nadie. La historia alabará tus triunfos, la nación te rendirá honores de héroe, y nuestra sangre derramada solo habrá servido para dejar familias rotas, hijos huérfanos y madres desconsoladas. A lo mejor, elegir la vida en lugar de la patria es la opción acertada.
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