domingo, 11 de febrero de 2024

VENECIA: RITMO DE COLOR Y FORMA.

 


Venecia, 15 de agosto de 1960. Si llegar a Venecia por primera vez es gozar de un deslumbramiento maravilloso, todavía mejor es regresar a la ciudad de los palacios enjoyados, color del crepúsculo, porque entonces aquella impresión inicial, cegadora por intensa, que transformó al paisaje de canales y fachadas en una vibración de esmaltes encendidos, deja lugar a un sereno reconocimiento aguzado que, sin perder nada del esencial prodigio, permite al viajero adentrarse en su misterio y saborearlo con lento fervor. Es lo que me ha pasado a mí, como a tantos, al volver a Venecia. Lo que antes me asombraba y me sobrecogía un poco, como algo inalcanzable, se ha trocado en algo mío, casi familiar, a medida que me apoderaba del laberinto veneciano para siempre. Venecia en verano, abarrotada, sofocada de turistas, no será la augusta, suprema , melancólica, solitaria, Venecia del invierno, cuando únicamente sus moradores y los viajeros más ricos y exigentes la recorren, pero posee una seducción más poderosa que el tenaz alud forastero. Y eso es mucho decir. Me he sumado, pues a las caravanas de humanas hormigas, al infinito ambular de moscas-hombres que ennegrecen sus mármoles memorables, y he participado de su fiesta eterna, tan vieja que, iniciada bajo el esplendor bizantino y prolongada en la soberbia del Renacimiento y en el encanto burlón del siglo XVIII, no decae nunca. Y he ido de acá para allá, como en una feria luminosa, asomándome a la variedad de su espectáculo.

Manuel Mújica Lainez.

Placeres y fatigas de los viajes.

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