Almanzor el Victorioso, azote de
la Cristiandad, atravesó la Península Ibérica durante el verano de
997, desde la Córdoba califal a la brumosa Galicia, y dirigió sus
tropas hasta la tumba del Apostol. La Media Luna destrozaba la Cruz y
violaba un lugar sagrado, el más occidental de todos ellos. Los
muslimes destrozaron templos y saquearon todo lo que encontraron a su
paso, eso sí, por orden de su caudillo, no tocaron el sepulcro de
Santiago.
Tras arrasar la ciudad, y para
recordar la hazaña, Almanzor decidió tomar como trofeo las campanas
de la Catedral. Los cristianos cautivos fueron obligados a cargar
sobre sus hombros las enormes campanas y realizar de esta manera todo
el trayecto hasta la ciudad andaluza. Según una tradición, poco
importa la veracidad, las campanas regresaron a su campanario
legítimo doscientos cincuenta años cuando Fernando III el Santo
conquistó Córdoba. En esta ocasión fueron prisioneros musulmanes
los encargados de volver las cosas a su sitio.
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