Desde finales de la Dinastía V y
durante todo el tiempo que duró la Dinastía VI, los gobernadores
locales de Egitpo vieron acrecentando su poder. Sus monumentos
funerarios son un claro reflejo de la prosperidad y riquezas que
alcanzaron en esta época.
Dyedkare-Izezi fue el penúltimo
faraón de la Dinastía V y durante su reinado los gobernadores
comenzaron a tener un poder mayor. El Imperio Antiguo comenzaba a
fragmentarse, al tiempo que el cargo de visir (fundamental para la
administración del estado) se desdobló en Alto y Bajo Egipto. Para
asegurarse el apoyo de estos gobernadores, el faraón Ótoes y
posteriormente Pepi II (o Fiope II), llevaron a cabo una política de
alianzas con ellos, llegando incluso a la exención de impuestos. De
estas exenciones se beneficiaron los miembros de la nobleza. Ótoes
además, concedió a la aristocracia provincial el gobierno de los
nomos del Alto Egipto con carácter hereditario. Asistimos a una
especie de feudalismo en clave egipcia. El poder del nomarca pasaba
ahora a ser un derecho propio, y no una simple delegación estatal.
Ceder poder a la nobleza era algo
impensable a comienzos del Imperio Antiguo, pues todas las tierras
del país pertenecían al rey. En estos tiempos el funcionario
trabajaba para su soberano, a cambio de los necesario para subsistir.
Pero nada es eterno, ni siquiera en el Antiguo Egipto. Con las
dinastías V y VI se fragmentó esa unidad y las actividades de los
nuevos propietarios iban contra la economía estatal. En los dominios
de los nomarcas se implantó un régimen similar al feudal, y
entonces esos mismos nobles acapararon las prerrogativas que habían
sido del faraón.
Durante el Imperio Antiguo los
funcionarios de la Administración Central, que se encargaban del
gobierno de las provincias, eran enterrados en la necrópolis real.
Con la ruptura de la unidad territorial, los nomarcas empezaron a
construir sus propias necrópolis y tumbas rupestres (esta situación
recuerda a los reinos de Taifas de Al Andalus).
Como hemos visto el poder de los
gobernadores locales aumentó durante el reinado de Pepi II con la
concesión de numerosos privilegios. Esto reforzó la autoridad de
los nomarcas y contribuyó, de forma decisiva, a la disgregación del
poder central en la capital, Menfis.
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