La historia de Europa empieza en China.
En aquel remoto y desconocido país se había establecido un imperio que, como el romano en Occidente y poco más o menos en los mismos siglos, había unificado el Oriente; más tarde, en su decadencia, se encontró expuesto al mismo peligro: el de los bárbaros que acechaban sus fronteras. La única diferencia era que en Roma la amenaza venía del este, en tanto que en China lo hacía del oeste. Contra estas poblaciones nómadas y salvajes que vagaban desde el Don a Mongolia en las estepas del Asia Central, los emperadores chinos elevaron la Gran Muralla, lo mismo que los romanos habían levantado el limes; pero las murallas sirven para algo si existe un ejército que las defienda. Por sí solas, no valen nada. Hacia finales del siglo III, el ejército chino se parecía al francés de 1940, y la Gran Muralla se convirtió en un simple obstáculo de concurso hípico para los temerarios jinetes mongoles que la tomaron al asalto. Los historiadores chinos llamaron jong-nu a aquellos indisciplinados y atrevidos saqueadores que penetraron en su país llevando consigo el desorden, destruyéndolo todo sin construir nada, hasta que fueron expulsados por otros bárbaros. Estos, que se llamaban juan-juan, reunificaron poco a poco China y rechazaron más allá de la muralla a todos los invasores.
Para los jong-un, condenados al nomadismo porque no tenían ninguna noción de agricultura, no quedaba otro remedio que volver a intentar en el oeste la empresa que había fracasado en el este. En aquella dirección no había grandes murallas que superar y mucho menos ejércitos que vencer. Desde Mongolia, su cuna, hasta el Elba y el Danubio no se extendían más que estepas y llanuras habitadas por escasas tribus germanas de pastores, y hacia mediados del siglo IV comenzó el gran aluvión.
Indro Montanelli.
Historia de la Edad Media.
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