En febrero del año 638 Umar
entró en Jerusalén montado en un camello blanco, cubierto con un
manto raído y mugriento. Iba al frente de un ejército tosco,
curtido en mil batallas, pero su disciplina era perfecta. El
conquistador se dirigió enseguida hacia el lugar del Templo de
Salomón, desde donde su buen amigo Mahoma había ascendido a los
cielos.
Umar ibn al – Jattab, segundo
de los califas perfectos – u ortodoxos – aquellos que sucedieron
al Profeta. Pasional y puritano a dosis iguales, no dudaba en golpear
a todo aquel que contraviniera la ley coránica. Un auténtico
martillo de pecadores. Se cuenta, sabe Alá si es cierto, que mató a
su propio hijo cuando lo sorprendió bebiendo vino. Antes que se
condenase eternamente prefirió mandarlo al mismo infierno de un buen
mamporro.
Un espartano auténtico. Frugal
y disciplinado. Sólo comía pan y dátiles, dormía sobre la tierra
y únicamente poseía una camisa y un manto. Sucedió a Abu Bakr y
continuó con la expansión del Islam.
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