martes, 3 de julio de 2018

LA EUCARISTÍA DE LAS BRUJAS.



La fiesta va a empezar: se ha ensayado tres veces a la semana durante todo el año. Aquelarres gozosos, sí, y presididos por Dionisio, pero con el perfil de los brujos inflexiblemente vuelto hacia ese día de agosto en que la Virgen Madre y la Madre Venus se confundirán ante sus súbditos como un Jano bifronte tallado en el doble misterio de la Asunción y la Lascivia. Ya comienza el de profundiis, ya el Ángel de Luz asoma por la embocadura de la cueva con su disfraz tradicional de sátiro cornudo. Temerosa y emocionada se aproxima la clientela para besar su príapo. Enderézase éste y rompen la noche los primeros campanillazos de la misa negra. Será la gran ceremonia, el mayor espectáculo del mundo. Todos los sacramentos van a mezclarse y agitarse en la marmita de la execración con aliño de promiscuidad. Aquí bisbea sus pecados una rijosa mientras el confesor la muerde y dos monaguillos la sodomizan. Allí un miscantano con liguero de tanguista compone el ademán eucarístico invocando el descendimiento del Señor sobre una escupidera llena de orines. Apetitosos castrados entonan pangelinguas y tantunergos en cocoliches sacrílegos que alborozan a los feligreses. Sobre una sintaxis de jadeos van abriéndose los muslos de las casadas, la bragueta de los varones, la ingle de las mozuelas y el lomo núbil de los rapaces. Es la hora del tribalismo y la fellatio, la hora de los sollozos, el derreniego y el rechinar de hímenes. Revuelan las casullas, arrúganse las enaguas, se desborda el vino y a cuerpo desnudo garabatean las meigas y cabrones su caligrafía de lujuria, arrebujándose en una confusión de gallos muertos, dalmáticas pisoteadas, vinajeras rotas, escapularios inmundos, sangre de menstruo, acezos de pederasta en clímax y rumor de sochantres tripones instalados a pelo y jumentillas sobre el gelatinoso tafanario de monjas menopáusicas, húmedas, diarreicas, pestilentes, mamonas y salaces. Pero cata que no dura el temporal, que mengua la fiebre, que se arría el ímpetu, oscurécense las gargantas, se apoltronan las lenguas, hacen mutis las uñas, distáncianse los orgasmos, y ya todo el aquelarre es solamente reposo del guerrero. Exhaustos y en mísero montón yacen iniciados y neófitos, aprendices y principales, legos y jesuitas, lesbianas y desvirgadores. A paso quedo desfilan entonces por el campo de batalla demonios de humilde rango que se inclinan sobre los cuerpos para imprimir en cada hombro la huella de una garra y en cada pupila izquierda la imagen de un sapo. Será éste el duende familiar de su respectivo brujo, al que vestirá, calzará, obedecerá, proporcionará ungüentos y puntualmente despertará minutos antes de que empiece el aquelarre. A nadie olvidan los diablos estampilladores en su despacioso circular. Y mientras tanto, el padre Lucifer, atusándose las cerdas en el trono de la gruta, contempla el carnaval y devora con incontenible apetito un frangollo de sesos y ternillas provenientes del cadáver de un ahorcado....
¿Fantasías? En modo alguno. Simple aderezo literario....


Fernando Sánchez Dragó. Gárgoris y Habidis.  

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