8 de noviembre de 1519
Mudos de hermosura, los
conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece
arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas,
ni aún soñadas… El sol se alza tras los volcanes, calles,
acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una
multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa,
mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera,
sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas
verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido
entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando.
A tu tierra has llegado…
Los que acompañan a
Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles,
collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la
flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la
muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en
Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de
ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve
años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y
preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro
y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y
conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y
perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy
breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a
las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre
las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será
llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su
gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.
Eduardo Galeano.
Memorias de
Fuego.
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