El verde prado teñido por la
sangre derramada por tantos valerosos hombres, rezumaba un pútrido
hedor a muerte, las aves carroñeras daban buena cuenta de los
cadáveres. Veíamos por doquier a decenas de personas registrando
los cuerpos yacientes en busca de cualquier objeto de valor que
pudiesen sustraer de los muertos. Todo ello en medio de un tenue
murmullo y de los alaridos de los agonizantes moribundos, que sentían
como les abandonaban las fuerzas, como sus almas se prestaban a salir
de sus cuerpos, al exhalar los últimos suspiros aquellos
desgraciados.
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