lunes, 16 de mayo de 2016

LAROYA



Encaramada en unos riscos de la Sierra de los Filabres, a más de ochocientos metros de altitud, rodeada de impertérritos almendros en flor, Laroya se asoma, como un blanco balcón, a la ladera de la montaña.


La iglesia mudéjar del siglo XVI es el centro neurálgico de la pequeña localidad, alrededor de ella se juntan los vecinos para charlar de sus cosas y en las fechas señaladas se celebran las fiestas locales.


El nombre Laroya procede, según cuentan algunos, de la tierra roja o roya de la zona. Otra hipótesis es que Laroya proceda de hoya o cazuela, en referencia a la ubicación del pueblo. Me recuerda lejanamente al enclave de Albarracín.


A orillas del Laroya, caminando sobre riscos, solo se oye a los pájaros trinar y el murmullo de perdices y alguna tórtola. El romero, el tomillo y el espliego aromatizan la ruta. 


San Ramón Nonato, patrón de Laroya recibe culto y especial veneración con la celebración de la fiesta de Moros y Cristianos. La gente del lugar no recuerda desde cuando se celebra esta entrañable fiesta.


Tres espigas entre montañas aparecen en el escudo de la localidad.


Los primeros datos sobre la población se remontan a la época musulmana. La documentación de aquella época hablan de una zona próspera y rica en la comarca del mármol.


En las intrincadas calles podemos visualizar la belleza y el esplendor morisco.


Después de la conquista cristiana los Reyes Católicos concedieron, mediante Célula Real en 1501, el privilegio de ciudad. A finales del siglo XVI la población fue visitada por Miguel de Cervantes.


Desde al altura de la sierra podemos contemplar el amplio valle del Almanzora en toda su plenitud y al fondo el desierto de Tabernas.


Un paraje idílico para perderse del mundo.


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