Hallstatt, ¿el lugar más
hermoso de la Tierra?. Sin duda uno de ellos. Podemos decir, siendo
muy exagerados (optimistas en exceso y poco versados en otras
historias), que aquí nació la cultura europea (la
extramediterránea al menos). El hombre de la Edad del Hierro no pudo
elegir un lugar más maravilloso para dar forma a su cultura. Altas
montañas pobladas de estilizadas y orgullosas coníferas ofrecen
refugio al lago y al pequeño pueblo que bebe sus aguas en él. Y una
milenaria, por explotada, mina de sal. La Sal, auténtico oro blanco,
elemento decisivo para los artífices de la Primera Edad del Hierro
(más que para el desnaturalizado hombre actual los hidrocarburos).
Una época en que el hierro era un metal de prestigio, especialmente
durante su primera fase. Los mineros de Hallstatt, hombres y mujeres
que horadaron la piedra y palparon las entrañas de la Gran Madre,
son los abuelos de las tribus celtas. Celta, ese nombre que muchas
veces no quiere decir nada. Celtas, esas gentes que se dirigieron,
sabe Cerunnos por qué motivos, hacia el arco Atlántico. ¿Qué
buscaban?. Jamás lo sabremos. El caso es que estos grupos llegan a
la Galia, a Galicia, a Britania, a Irlanda. En los lugares más
apartados y recónditos, las más de las veces en selvas profundas,
oscuras y húmedas, los druidas se convirtieron en salvaguardas de su
tradición y cultura. Muchos murieron. Otros fueron pasados a
cuchilo. Algunos pocos se ocultaron en inaccesibles páramos. Los
bravucones romanos creyeron firmemente haberos aniquilado. Los
druidas supieron esperar pacientemente, y cuando el poder romano
desapareció, emergieron de sus escondrijos. Unos siguieron
enclaustrados, pero en monasterios en lugar de en cuevas, otros
abandonaron los bosques, se lanzaron a los caminos, visitando villas
y castillos, llenaron Europa con sus leyendas e impregnaron la Edad
Media con su espíritu.
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