martes, 28 de enero de 2014

LA ASCENDENCIA DEL HOMBRE



Un nuevo animal se hallaba sobre el planeta, extendiéndose lentamente desde el corazón del Africa. Era aún tan raro que un premioso censo lo habría omitido, entre los prolíficos miles de millones de criaturas que vagaban por tierra y por mar. Hasta el momento, no había evidencia alguna de que pudiera prosperar, o hasta sobrevivir; había habido en este mundo tantas bestias más poderosas que desaparecieron, que su destino pendía aun en la balanza.

En los cien mil años pasados desde que los cristales descendieron en Africa, los monohumanoide no habían inventado nada. Pero habían comenzado a cambiar, y habían desarrollado actividades que ningún otro animal poseía. Sus porras de hueso habían aumentado su alcance y multiplicado su fuerza; ya no se encontraban indefensos contra las bestias de presa competidoras. Podían apartar de sus propias matanzas a los carnívoros menores, en cuanto a los grandes, cuando menos podían disuadirlos, y a veces amedrentarlos, poniéndolos en fuga.

Sus macizos dientes se estaban haciendo más pequeños, pues ya no le eran esenciales. Las piedras de afiladas aristas que podían ser usadas para arrancar raíces, o para cortar y aserrar carne o fibra, habían comenzado a reemplazarlos, con inconmensurables consecuencias. Los mono-humanoide no se hallaban ya enfrentados a la inanición cuando se les pudrían o gastaban los dientes; hasta los instrumentos más toscos podrían añadir varios años a sus vidas. Y a medida que disminuían sus colmillos y dientes, comenzó a variar la forma de su cara; retrocedió su hocico, se hizo más delicada la prominente mandíbula, y la boca se tornó capaz de emitir sonidos más refinados. El habla se encontraba aún a una distancia de un millón de años, pero habían sido dados los primeros pasos hacia ella.

Y seguidamente comenzó a cambiar el mundo. En cuatro grandes oleadas, con doscientos mil años entre sus crestas, barrieron el globo las Eras Glaciales, dejando su huella por doquiera. Allende los trópicos, los glaciares dieron buena cuenta de quienes habían abandonado prematuramente su hogar ancestral; y, en todas partes, segaron también a las criaturas que no podían adaptarse.

Una vez pasado el hielo, también se fue con él mucha de la vida primitiva del planeta... incluyendo a los mono-humanoide. Pero, a diferencia de muchos otros, ellos habían dejado descendientes; no se habían simplemente extinguido, sino que habían sido transformados. Los constructores de instrumentos habían sido rehechos por sus propias herramientas.

Pues con el uso de garrotes y pedernales, sus manos habían desarrollado una destreza que no se hallaba en ninguna otra parte del reino animal, permitiéndoles hacer aún mejores instrumentos, los cuales habían desarrollado todavía más sus miembros y cerebros. Era un proceso acelerador, acumulativo; y en su extremo estaba el Hombre.

El primer hombre verdadero tenía herramientas y armas sólo un poco mejores que las de sus antepasados de un millón de siglos atrás, pero podían usarlas con mucho más habilidad. Y en algún momento en los oscuros milenios pasados, habían inventado el instrumento más especial de todos, aún cuando no pudiera ser visto ni tocado. Habían aprendido a hablar, logrando así su primera gran victoria sobre el Tiempo. Ahora, el conocimiento de una generación podía ser transmitido a la siguiente de modo que cada época podía beneficiarse de las que la habían precedido.

A diferencia de los animales, que conocían sólo el presente, el hombre había adquirido un pasado, y estaba comenzando a andar a tientas hacia un futuro.

Estaban también aprendiendo a sojuzgar a las fuerzas de la naturaleza; con el dominio del fuego, había colocado los cimientos de la tecnología y dejado muy atrás a sus orígenes animales. La piedra dio paso al bronce, y luego al hierro. La caza fue sucedida por la agricultura. La tribu crecía en la aldea, y ésta se transformaba en ciudad. El habla se hizo eterno, gracias a ciertas marcas en piedra, en arcilla y en papiro. Luego inventó la filosofía y la religión. Y pobló el cielo, no del todo inexactamente, con dioses.

A medida que su cuerpo se tornaba cada vez más indefenso, sus medios ofensivos se hicieron cada vez más terribles. Con piedra, bronce, hierro y acero había recorrido la gama de cuanto podía atravesar y despedazar, y en tiempos muy tempranos había
aprendido como derribar a distancia a sus víctimas. La lanza, el arco, el fusil y el cañón y finalmente el proyectil guiado, le habían procurado armas de infinito alcance y casi infinita potencia.

Sin esas armas, que sin embargo había empleado a menudo contra sí mismo, el Hombre no habría conquistado nunca su mundo. En ellas había puesto su corazón y su alma, y durante eras le habían servido muy bien.

Mas ahora, mientras existían, estaban viviendo con el tiempo prestado.
2001 Una Odisea Espacial. Arthur C. Clarke

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