VIDA Y COLOR 2
(Colección de Cromos de 1968)
El “país de los
arios”, o Irán, se extiende entre Armenia y el Indo; ese
territorio fue denominado antiguamente Persia y, a partir del siglo
VI a.C., constituyó el centro de un gran imperio dirigido por una
minoría de hombres oriundos de la provincia de Chiraz, es decir, los
persas propiamente dichos. Desde la prehistoria, la privilegiada
situación geográfica de la región la había convertido en puente
natural entre los hombres que habitaban en o alrededor del
Mediterráneo y quienes ocupaban las extensiones de Asia Central.
Aunque la civilización
persa fue famosa por sus enormes palacios, cuyas ruinas se han
conservado hasta nuestros días, conocemos muy escasos vestigios de
sus ciudades. Sin embargo, no es difícil imaginar cómo fueron
éstas; nuestra lámina ofrece la vista parcial de una aldea persa,
compuesta por casas de adobe.
La vida religiosa de los
persas estaba regida por el Avesta, conjunto de textos sagrados que
expresaban la doctrina de Zoroastro tal y como fue enunciada entre
los siglos VII y VI a.C. Zoroastro fue un reformador religioso que
predicó la existencia de un dios supremo, Ahura Mazda, señor del
bien y creador del mundo, que se identificaba con la luminosidad del
cielo. Su emblema fue el sol.
La población persa fue
una mezcla de las diversas gentes que a lo largo de muchos cientos de
años atravesaron el Irán o se establecieron en él de un modo
definitivo.
La orfebrería, elemento
necesario para el realce del monarca y el embellecimiento de la
mujer, adquirió una calidad muy estimable.
Nuestra lámina presenta
a un arquero que viste túnica corta y pantalones, y se protege con
casco, escudo y canilleras. Su arco tiene casi dos metros de
longitud, lo que quiere decir que impulsa proyectiles a gran
distancia.
Aunque en su origen los
persas fueron una población de jinetes hábiles de modo exclusivo a
la tierra firme, al progresar sus conquistas se vieron obligados a
salir al mar y, consecuentemente a dominarlo.
A partir del reinado de
Ciro, los monarcas persas encargaron en vida la construcción de
gigantescas sepulturas, excavadas, al igual que los hipogeos
egipcios, en las paredes verticales de los acantilados rocosos.
Los sasánidas se
consideraban descendientes directos de los antiguos aqueménidas, los
creadores del gran imperio, y, por ello trataron de devolver al país
su perdido esplendor.
El reino sasánida se
derrumbó ante el empuje de los ejércitos árabes y bajo la enseña
de la Media Luna, Persia perdió
parte de su originalidad.
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