Aquella mañana amaneció con más ajetreo de lo habitual, en el acuartelamiento romano de la ciudad de Jerusalén, tras una larga noche en la que fustigaron sin piedad, y coronaron sus sienes de espinas, de aquel, que el pueblo aclamaba como “rey de los judíos”. Una enfervorecida multitud se congregaba, desde algunas horas antes del alba, esperando que se abriesen las grandes puertas, y saliese su Mesias, para acompañarlo en lastimosa procesión, en su calvario, camino del Gólgota.
El Legado imperial, se reunió con dos de sus centuriones, les entregó una bolsa con veinte denarios, y les encomendó la misión, de que con ese dinero, comprasen a un herrero, los cuatro clavos, para colgar del madero, a Jesús, el hijo del carpintero.
Publio Cornelio y Anco Marcio, eran tan valientes y arrojados en el combate, lo que les valió el rápido ascenso al centurianado, como truhanes y borrachos, cuando no portaban armas. Así es que antes de realizar la tarea que se les había solicitado, pasaron por la taberna, donde dieron buena cuenta del buen vino de Galilea, y gozaron de los placeres carnales, de las afamadas y pasionales bailarinas asirias, dejando allí, la mitad de los denarios.
Las calles de la ciudad, reverberaban, bulliciosas y concurridas, como era habitual a esas horas de la mañana, y Publio y Anco, se dirigieron, por los mal empedrados caminos, a la calle de los herreros, en busca de una fragua, donde les forjaran los clavos.
En primer lugar entraron en el taller de Maese Jebediah, un humilde judío, de avanzada edad, de pelo cano y piel curtida por años de trabajo junto al fuego. Le solicitaron su encargo, y mientras Jebediah manejaba el fuelle para avivar las brasas, preguntó que quién iba a ser ejecutado. Los dos centuriones se miraron extrañados, como era posible, de que aquel hombre, no estuviese al tanto de lo que ocurría en su ciudad. Los centuriones ignoraban, que hacía ya muchas lunas, que Jebediah permanecía encerrado en su taller, en una especie de reclusión autoimpuesta, sin querer saber nada del mundo en que vivía, precisamente desde el maldito día, que la lepra arrancó de sus brazos, a la mujer que era toda la alegría, desde aquel momento, Jebediah estaba enterrado en vida.
Cuando Anco Marcio, respondió a Jebediah, que Jesús, el hijo el Carpintero, iba a ser ejecutado, el afable anciano, detuvo el fuelle, los miró contrariado, con el rostro lleno de terror, y cortésmente les pidió que abandonasen su taller, pues ese era un encargo, que un buen judío como él no podía de ninguna manera aceptar.
Bien, no pasa nada, pensaron los dos centuriones, aún quedan muchos herreros a los que visitar, y se dirigieron a preguntar a Samael, que tenía su taller unos diez pasos calle abajo. Samael acababa de ser padre, su joven y bella esposa, había colmado de dicha al muchacho, al dar a luz a un robusto y sano retoño, por tanto, la familia necesitaba más que nunca los denarios romanos. Aunque, esta vez, a pesar de las necesidades económicas, el forjador ni tan siquiera movió un dedo, en cuanto supo de que se trataba, expulsó de mala manera a los romanos de su casa.
Y así pasaron casi toda la mañana Anco y Publio, de taller en taller, de fragua en fragua, recibiendo en todas un no por respuesta, ninguno de aquellos gentiles hombres, estaba dispuesto a forjar los clavos que atravesarían la piel, desgarrarían la carne y acabarían con la vida, del “Rey de los Judios”.
Irremediablemente se acercaba la hora de la ejecución, y aún no habían conseguido los clavos, cuando de pronto, al final de la calle, en una esquina, se abrió la puertezuela del taller más oscuro y mísero de todo Jerusalén. Asomaron las cabezas y dentro encontraron a un muchacho, de apenas veinte años, de pelo color azabache y de tez morena, se trataba de Manuel “el Gitano”. Los dos romanos pasaron, y preguntaron al gitano si podría forjarles cuatro clavos; el herrero se limitó a responder - ¿Cuánto me van a pagar? – y se puso enseguida, manos a la obra. Con el fuelle avivó el fuego hasta que los cuatro trozos de metal se hallaban incandescentes, luego los fue pasando uno a uno al yunque y a templarlos con el martillo, tras lo cual, los iba introduciendo en agua, para enfriarlos.
Uno, dos, tres clavos….se hacía tarde, asi, mientras Manuel golpeaba el último clavo, Anco y Publio, pensaron que con tres sería suficiente, no podían aguardar más tiempo, soltaron la bolsa con los diez denarios restantes, agarraron los tres clavos, que aun quemaban, y salieron corriendo callejón arriba, en dirección al Gólgota. Qué suerte, pensó Manuel, me han pagado bien, y no había tenido necesidad de entregar los cuatro clavos, de esta forma, siguió golpeando y golpeando, hasta que hubo dado forma al cuarto clavo, inmediatamente lo introdujo en el cubo con agua.
Tres horas más tarde, en el monte Gólgota, Jesús, el hijo del Carpintero exhaló su último suspiro, el cielo se oscureció de repente en pleno día, los ciclópeos muros del templo se resquebrajaron, definitivamente, el hijo de Dios, había muerto.
Esa misma noche, Manuel se fue feliz a la cama, había sido un buen día para él, gastó parte del dinero en una suculenta y copiosa comida, y en unos odres de buen vino, y aún le quedaban denarios, para poder pasar sin trabajar un par de días más. Muy de madrugada, una potente luz cegadora, interrumpió el plácido sueño del gitano. Se levantó de su maltrecha cama, se dirigió al lugar de donde provenía la luz, y con horror contempló en su taller, el cuarto clavo, encendido e incandescente…. Lleno de pavor, recogió todas sus cosas, las colocó como pudo a lomos de sus mulas y abandonó precipitadamente su hogar, antes de que los primeros rayos del alba iluminasen de nuevo Jerusalén, Manuel se encontraba a varias leguas de distancia de la Ciudad Santa.
Pasó un mes más o menos, y Manuel se encontraba acampado a las afueras de Bizancio, donde seguía desempeñando su oficio de herrero. Esa jornada fue propicia, le deparó buenas ganancias, y de nuevo, se las prometía felices al ir a dormir, mas antes de poder cerrar los ojos, comprobó con estupor, el clavo ardiendo, en medio de su tienda , otra vez, lo recogió todo a la carrera, cargó sus enseres en las acémilas y puso tierra de por medio…..
Desde aquel fatídico día que Manuel aceptó el encargo de forjar los cuatro clavos, con los que crucificaron al Mesías, la terrible maldición persigue al pueblo gitano, por eso nunca pueden permanecer mucho tiempo acampados en el mismo lugar, porque cada vez, que parece que todo va bien para ellos, se hace tangible la visión horrible del clavo ardiendo, y los gitanos no tienen más remedio, que recoger sus cosas, y continuar con su eterno nomadeo…..
(adaptación libre de una antigua
y apócrifa leyenda gitana)
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