lunes, 18 de octubre de 2021

EL MEDIO NATURAL DE LA PENÍNSULA IBÉRICA SEGÚN PIERRE VILLAR.

 


El Océano. El Mediterráneo. La Cordillera Pirenaica. Entre estos límites perfectamente diferenciados, parece como si el medio natural se ofreciera al destino particular de un grupo humano, a la elaboración de una unidad histórica.

En efecto, la posición excéntrica de Iberia, su aislamiento por los Pirineos, las vigorosas peculiaridades de su clima y de su estructura, el atractivo de algunas de sus riquezas, apenas han cesado de darle en Europa, desde la más lejana prehistoria, una originalidad a veces sutil, a veces inconfundible. No se trata tampoco, aunque ello se haya dicho, de que sea “africana”. Algunas constantes naturales han hecho de esta península maciza – especia de continente menor – un ser histórico aparte.

No vamos a inferir de esto que el mundo ibérico sea un mundo cerrado. Ni tampoco que haya ofrecido a los elementos humanos que lo abordaron condiciones particularmente favorables para su fusión en un todo armónico. Porque este mundo, que por un lado se abre ampliamente, gracias a una acogedora periferia, a las influencias externas de todo género, por otro lado opone pronto a quien quiere penetrarlo más profundamente las múltiples barreras de sus sierras y sus mesetas, el rigor de su clima, la escasez de sus recursos. Al contrario que Francia – peor defendida, pero tan admirablemente articulada en torno a sus ríos - , España no goza de ningún sistema coherente de vías naturales. Ningún centro geográfico puede representar aquí el papel que asumieron en sus países un París o un Londres. Estrechos desfiladeros, en las salidas de sus mesetas, cierran casti todos los grandes valles. Tentados estamos de repetir una expresión que ha hecho fortuna, la de que la Península es “invertebrada”. Por el contrario, en el transcurso del desarrollo de sus recursos humanos, ha sido víctima de la impotencia excesiva que tiene en su estructura física la armazón ósea de su relieve, con daño para los órganos de producción, de asimilación, de intercambio, de vida. Desde la barrera ininterrumpida de los Pirineos centrales hasta las cumbres igualmente vigorosas que dominan Granada y Almería, se extiende la Iberia montañosa y continental, caracterizada por las dificultades de acceso – de ahí el aislamiento - , y por la brutalidad de las condiciones climáticas – de ahí lo precario de los medios de vida - .

Estos dos términos de aislamiento y pobreza han sido situados frecuentemente por la literatura contemporánea en los orígenes de los valores espirituales del pueblo español. De ahí parece derivar “la esencia de España”, según Unamuno, sus “profundidades”, según René Schwob, su “virginidad”, según Ganivet o Frank. Indiscutiblemente, el hombre de las mesetas representará un gran papel en el relato que vamos a esbozar, sin duda el principal. De la naturaleza de su país ha sacado su pasión por la independencia, su valor guerrero y su ascetismo, su gusto por la dominación política y su desprecio por la ganancia mercantil, su aspiración a hacer o a mantener la unidad del grupo humano de la Península.

Pero esta última aspiración, ¿no expresa en realidad el sentimiento confuso de una necesidad vital?. Aislada, al España central llevaría una vida precaria. Carece de medios y alimenta a pocos hombres. Se comunica difícilmente con el extranjero. No se adapta, sino con retraso, a la evolución material y espiritual del mundo. Para mantener contacto con éste, para vivir y actuar en él, está obligada a asociarse estrechamente, órganicamente, con esa magnífica periferia marítima peninsular, de tanta vitalidad y capacidad de asimilación, tan extraordinariamente situada frente al Viejo Mundo, y frente al Nuevo. A la España “adusta y guerrera” que se le presenta a Antonio Machado desde lo alto de las mesetas de Soria se opone, pero para completarla, esa otra España rica y feraz, “madre de todos los frutos”, vergel de manzanas doradas en la antigüedad y jardín de los califas en la Edad Media, cuya imagen ha sido exaltada por la tradición popular y por la literatura romántica. ¿Cómo olvidar la gloriosa cintura de puertos ibéricos de donde salieron, para la conquista de Oriente, y luego de Occidente, los mercaderes y los marineros de Cataluña y Andalucía, de Mallorca y de Portugal, de Valencia y del País Vasco?.

Desgraciadamente, esta Iberia feliz, esta Iberia activa (por un fenómeno que es, además, clásico en el Mediterráneo) siente difícilmente la atracción de esa parte interior del país. La franja litoral se aísla y se fragmenta materialmente por la disposición del relieve, por la forma y orientación de los valles, y vuelve la espalda a las mesetas del centro. Hace tiempo que Th. Fischer lo mostró, por lo que se refiere a Portugal. Eso es también verdad (aún más, porque la elevación de la meseta no es simétrica) si se aplica a las pequeñas unidades costeras del este español. Por eso tantas regiones marítimas de Iberia tuvieron destinos autónomos en múltiples momentos de la historia. Por el contrario, ninguna de esas pequeñas potencias, cuyos triunfos fueron sobre todo de orden económico, tuvo jamás suficiente amplitud territorial ni energía política bastante continua para arrastrar decisivamente a toda la Península. La historia de ésta encierra, pues, una lucha incesante entre la voluntad de unificación, manifestada generalmente a partir del centro, y una tendencia no menos espontánea – de origen geográfico – a la dispersión.

De esta manera, tanto el presente como el pasado dependen de una naturaleza contradictoria. El carácter macizo, el relieve, la aridez del centro español, unidos a ciertos retrasos técnicos o sociales, imponen a España, en pleno siglo XX, un promedio de rendimiento de trigo que no sobrepasa los 10 quintales por hectárea. ¿Podrá bastar esto por mucho tiempo a una población que, en menos de cien años, ha pasado de 17 a 35 millones de habitantes?. E inversamente, ¿dónde podrán colocarse los productos tan ricos, pero tan especializados, de las tierras de huerta?. La cuestión reside en quién triunfará decisivamente, si el arcaísmo económico y espiritual de las regiones rurales más aisladas, o el torbellino de influencias que actúan sobre los grandes puertos y las grandes ciudades. No olvidemos que los catalanes y los vascos, esto es, los españoles más accesibles al contacto con el extranjero, han tenido tendencia, desde hace cincuenta años, a desertar de la comunidad nacional. Es preciso superar una crisis, y, dentro de lo posible, rehacer una síntesis. Y si algunos espíritus – según llegó a verse, sobre todo en Castilla – predicaran a los españoles, como solución a los graves problemas planteados a su pueblo, tan sólo el orgullo del aislamiento y el culto exclusivo de la originalidad, la vida moderna les respondería: Gibraltar y Tánger, Canarias y Baleares, bases submarinas y aeropuertos, cobres de Riotinto y potasas de Suria. Económica y estratégicamente, España no puede permanecer al margen de las duras realidades del mundo presente. La Península es una encrucijada, un punto de encuentro, entre África y Europa, entre el Océano y el Mediterráneo. Una encrucijada extrañamente accidentada, es verdad. Casi una barrera. Un punto de encuentro, sin embargo, en que los hombres y las civilizaciones se han infiltrado, se han enfrentado y han dejado sus huellas desde los tiempos más remotos.

Pierre Vilar.

Historia de España. 1978.


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