Mientras Einstein y Hubble
desvelaban con eficacia la estructura del cosmos a gran escala, otros
se esforzaban por entender algo más próximo pero igualmente remoto
a su manera: el diminuto y siempre misterioso átomo. El gran
físico del Instituto Tecnológico de California, Richard Feynman,
dijo una vez que si hubiese que reducir la historia científica a una
declaración importante, ésta sería: «Todas las cosas están
compuestas por átomos» Están en todas partes y lo forman todo.
Mira a tu alrededor. Todo son átomos. No sólo los objetos sólidos
como las paredes, las mesas y los sofás, sino el aire que hay entre
ellos. Y están ahí en cantidades que resultan verdaderamente
inconcebibles.
La disposición operativa
fundamental de los átomos es la molécula (que significa en latín
«pequeña masa» ). Una molécula es simplemente dos o más átomos
trabajando juntos en una disposición más o menos estable: si añades
dos átomos de hidrógeno a uno de oxígeno, tendrás una molécula
de agua. Los químicos suelen pensar en moléculas más que en
elementos, lo mismo que los escritores suelen pensar en palabras y no
en letras, así que es con las moléculas con las que cuentan ellos,
y son, por decir poco, numerosas. Al nivel del mar y a una
temperatura de o °C, un centímetro cúbico de aire (es decir, un
espacio del tamaño aproximado de un terrón de azúcar) contendrá
45.000 millones de millones de moléculas. Y ese es el número que
hay en cada centímetro cúbico que ves a tu alrededor. Piensa
cuántos centímetros cúbicos hay en el mundo que se extienden al
otro lado de tu ventana, cuántos terrones de azúcar harían falta
para llenar eso. Piensa luego cuántos harían falta para construir
un universo. Los átomos son, en suma, muy abundantes.
Son también fantásticamente
duraderos. Y como tienen una vida tan larga, viajan muchísimo. Cada
uno de los átomos que tú posees es casi seguro que ha pasado por
varias estrellas y ha formado parte de millones de organismos en el
camino que ha recorrido hasta llegar a ser tú. Somos atómicamente
tan numerosos y nos reciclamos con tal vigor al morir que, un número
significativo de nuestros átomos (más de mil millones de cada uno
de nosotros, según se ha postulado), probablemente pertenecieron
alguna vez a Shakespeare. Mil millones más proceden de Buda, de
Gengis Kan, de Beethoven y de cualquier otro personaje histórico en
el que puedas pensar (los personajes tienen que ser, al parecer,
históricos, ya que los átomos tardan unos decenios en
redistribuirse del todo; sin embargo, por mucho que lo desees, aún
no puedes tener nada en común con Elvis Presley).
Así que todos somos
reencarnaciones, aunque efímeras. Cuando muramos, nuestros átomos
se separarán y se irán a buscar nuevos destinos en otros lugares
(como parte de una hoja, de otro ser humano o de una gota de rocío).
Sin embargo, esos átomos continúan existiendo prácticamente
siempre. Nadie sabe en realidad cuánto tiempo puede sobrevivir un
átomo pero, según Martin Rees, probablemente unos 1035 años, un
número tan elevado que hasta yo me alegro de poder expresarlo en
notación matemática. (Bill Bryson. Una Breve Historia de Casi
Todo).
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