En la cúspide de la pirámide
social egipcia se situaba el faraón, que ostentaba un poder
absoluto, un auténtico dios en la tierra y garantía eterna de la
existencia del estado egipcio. Pocos soberanos a lo largo de la
historia han conseguido ostentar un poder comparable al del faraón
egipcio.
Desde
el comienzo mismo del Período Dinástico la institución de la
realeza fue fuerte y poderosa, permaneciendo así durante la mayor
parte de los períodos históricos. En ningún otro lugar de Oriente
Próximo tuvo la realeza semejante importancia en fechas tan
tempranas, ni fue tan vital para el control del Estado.
Kathryn
A Bard.
Historia
del Antiguo Egipto. Oxford. Edición de Ian Shaw.
La palabra faraón que utilizamos
para referirnos al soberano egipcio es la helenización del término
per-aa, que significa casa grande o doble palacio, que se
refería al Palacio, sede del poder real. Con el tiempo per-aa
sirvió para designar también al habitante más importante del
Palacio, el Faraón. Este título que se otorgó a los Reyes de
Egipto a partir de la dinastía XVIII. Este rey de Egipto lo era de
las dos tierras, del Alto y del Bajo Egipto, una dualidad inmutable
durante toda la historia del país. El faraón estaba considerado una
encarnación del dios Horus, por tanto, se situaba por encima del
resto de los mortales. En vida el faraón se identifica con el dios
Horus, y tras su muerte con Osiris. Como rey gobernaba a su pueblo.
Hacía las leyes, juzgaba, organizaba las labores agrícolas y
controlaba la recaudación de impuestos. Era además jefe religioso y
jefe militar. Su carácter divino lo responsabilizaban de mantener el
equilibrio universal. Los símbolos del faraón eran, el nemes (una
cofia de tela de rayas azules y blancas), el ureus (cobra), el cetro,
el flagelo (látigo) y la barba y ceñía la doble corona
correspondiente al Alto y al Bajo Egipto.
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