jueves, 23 de enero de 2020

DOMEÑAR LAS AGUAS DEL RÍO.




Estas civilizaciones nacen a lo largo de ríos que hubo que disciplinar para lograr, con el riego artificial, el control de las tierras limosas, fáciles de cultivar, de una fertilidad de renovación espontánea. El resultado está a la medida de los esfuerzos: el nacimiento, al mismo tiempo, de una fuerza global sin igual y de un sometimiento evidente de los individuos. Estas disciplinas sólo se pueden levantar con redes de ciudades que nacen de los excedentes agrícolas de los campos cercanos. Estas ciudades existen en un principio por ellas mismas; su actuación egoísta sólo influye a poca distancia. Son como avispas agresivas que hubo que dominar, reducir a la obediencia para incorporarlas a una colmena de abejas. Básicamente, la operación que triunfa en Egipto no tendrá demasiado éxito en Mesopotamia. Es un rasgo distintivo de sus historias respectivas.

Además, para que el diálogo desigual entre la ciudad y el campo se hiciera realidad, fueron necesarias una cierta modernidad de los vínculos económicos, división del trabajo, obediencia social basada en una religión exigente, realeza de derecho divino. Todos estos elementos: la religión, la realeza, el príncipe, la ciudad, las acequias de riego, la escritura, sin la que no es posible transmitir ninguna orden ni llevar ninguna contabilidad, tuvieron que crearse de la nada.

El resto es fácil de deducir. Estas sociedades urbanas tuvieron necesidades imperiosas: sal, madera para construcción, piedra (incluso la más corriente). Luego, como toda sociedad que se sofistica y se perfecciona, se crean nuevas necesidades que pronto se hacen indispensables: oro, plata, cobre, estaño (indispensable para la aleación del bronce), aceite, vino, piedras preciosas, marfil, maderas exóticas... La sociedad rica irá a buscar estos bienes muy lejos, por lo que el abanico de los tráficos se abre muy pronto de par en par. Se da así una ruptura de círculos económicos que, en otras condiciones, hubieran podido cerrarse sobre ellos mismos. Se organizan actividades viarias: caravanas de asnos de tiro, vehículos (el pesado carro de cuatro ruedas aparece en Mesopotamia en el cuarto milenio, aunque era poco manejable), buques mercantes de carga, a vela o a remo. [. . . ].


A diferencia del Eufrates o del Tigris, la crecida regular del Nilo, más o menos entre el solsticio de verano y el equinoccio de otoño, permite un calendario agrícola previsible. Esta crecida lo proporciona todo: el agua, el limo negro, y está limitada por la propia naturaleza al valle del río, cerrado a uno y otro lado por los relieves desérticos, el Arábigo al este, el Libio al oeste. En Egipto no hay que detener o controlar la inundación como en Mesopotamia, sino simplemente dirigirla.

No obstante, el trabajo prodigioso de los hombres consistió en rellenar las depresiones pantanosas, en reforzar los taludes de las orillas, en cerrar el valle con diques transversales, de un desierto a otro. La doble cinta de los cultivos de cada orilla se divide en campos inundados, cerrados por diques. En su momento, se abren los taludes y se vuelven a cerrar cuando los campos están cubiertos de agua limosa, con una altura de uno a dos metros. Quedan sumergidos durante al menos un mes y luego el agua se evacúa por gravedad, de un campo a otro. De esta forma, salvo el inmenso trabajo de los diques, que no hay que subestimar, las cosas se hacen prácticamente solas; el agua riega, fertiliza, prepara la cosecha, todo al mismo tiempo. Las primeras «máquinas» inventadas para el riego artificial aparecerán en Egipto en época tardía: el chadouf, importado quizá de Mesopotamia, donde ya se conocía en el tercer milenio, hacia el 1500; la noria, que llegará con los persas en el siglo VI; el tornillo de Arquímedes, regalo de los griegos hacia el 200 a. C. Egipto no necesitará por mucho tiempo estos perfeccionamientos, pues las obras hidráulicas del Nilo eran suficientes.
Fernand Braudel
Memoria del Mediterráneo.

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