Desde el comienzo, como una metáfora de la vida, el Camino de pone
a prueba. Siento que puedo conectar, de alguna manera, con los
hombres y con las mujeres de antaño, aquellos que realizaban todos
sus desplazamientos a pie. Legionarios romanos, herreros ambulantes,
frailes mendicantes, arrieros, goliardos, peregrinos, anacoretas, los
discípulos de Jesús, Marco Polo, los tuaregs a través del Sahara,
mensajeros, caballeros andantes, miembros de la Santa Hermandad,
estudiantes camino de la Universidad, reyes con su séquito,
guardabosques, aguadores, pintores y escritores, emigrantes de toda
condición, nuncios papales, obispos y prelados, actores, juglares y
titiriteros, buhoneros, recaudadores de impuestos, inqusidores,
hombres de fortuna, feriantes, cruzados, colonos, domadores de
fieras, chalanes de caballos . . . todo el mundo se mueve, y todo el
mundo mueve sus pies.
Veinte kilómetros de marcha dan para mucho;
para estar bien, sufrir, desear llegar al destino, llorar y reir,
ayudar y ser ayudado, soñar, pensar, padecer hambre y sed,
desanimarse, disfrutar . . . todo a ratos, pensamientos y sensaciones
que van y vienen, se suceden unas a otras, y en determinados momentos
(sublimes) se solapan, se hacen una. Tiempo para encontrarse
físicamente bien y tragar kilómetros. Tiempo de sozobra y tiempos
de esperanza. Tiempos de ¿qué hago yo aquí? Y tiempos de lo
conseguiré cueste lo que cueste. El camino exige un tributo, y tú
lo pagas con esfuerzo y sudor, alguna ampolla y una eventual
torcedura. La mayor parte del tiempo es mucho más físico que mental
(la mente suele desconectar en los momentos más duros, los de mayor
esfuerzo y fatiga física).
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