- ¡Padre verdadero, que jamás
dijo mentira, tú que resucitaste a
Lázaro de entre los muertos, Tú que
salvaste a Daniel de los leones,
salva también de mi alma de todos
los peligros, por los pecados que
cometí en mi vida!.
(La canción de Roldán).
La muerte del caballero Roldán
después de luchar cuerpo a cuerpo contra numerosos sarracenos y ver
caer a todos sus compañeros de armas, es el momento culminante,
lleno de emoción y dramatismo del famoso Cantar de Roldán. El
emperador Carlomagno, señor de toda la Cristiandad entera, no puede
reprimir las lágrimas al encontrar el cadáver de Roldán tendido en
le húmeda hierba que cubre los montes Pirineos.
Malherido, moribundo y sangrante,
con la vista nublada y sintiendo en lo más profundo de su ser la
irremediable cercanía de la muerte, Roldán no pierde ni un ápice
de orgullo caballeresco, sopla con fuerza su olifante, cuyo eco
retumba en las montañas, e intenta quebrar contra la dura piedra su
espada Durandarte, para que no caiga en manos infieles. Vano intento,
el acero quiebra la roca. Vuelve a caer, esta vez será la
definitiva. Tiende la mano a Dios, implora su perdón y expira. Una
corte de ángeles escolta su alma a los cielos, donde ocupará un
asiento a la diestra del Salvador.
En algún collado o claro del
bosque, debajo de un árbol, junto a una roca, cualquiera de los
lugares que hoy pisamos los caminantes que se dirigen a Santiago de
Compostela puede ser aquel donde encontró la muerte el valiente
guerrero franco.
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