A Silvestre II le tocó
comandar la Santa Iglesia Católica durante los largos meses del
simbólico, fatídico y apocalíptico año mil, una circunstancia, que
unida a su interés por la astronomía, las ciencias y conocimiento
en general, han servido para tejer a su alrededor una tupida maraña
en la que se entremezclan datos reales, con exageraciones y
fabulaciones sin fundamento.
Gerberto de Aurillac,
que así se llamaba el muchacho antes de lucir mitra, nació en el
seno de una humilde familia e inició su educación en el humilde
monasterio de Aurillac. Más tarde pasó por Reims y estudió
matemáticas y árabe en Cataluña bajo la protección del conde de
Barcelona Borrell II. Una vez en la península Ibérica entró en
contacto con maestros árabes en Córdoba y Sevilla, grandes centros
urbanos y culturales de la época. De estas relaciones, y siempre
según la leyenda, el futuro pontífice accedería al conocimiento
del misticismo árabe, e incluso sería iniciado en los secretos de
la magia oriental.
Llegó a Roma acompañado
de su amigo y protector Otón III el emperador, que movió los hilos
necesarios para sentar a Geberto en el trono de San Pedro. El nuevo
papa, que adoptó el nombre de Silvestre II, se encontró con una
nueva Gomorra, una ciudad asolada por las luchas entre facciones
rivales, donde la inmoralidad, la inmundicia y los asesinatos eran
moneda corriente. Aficionado (y quizás experto) en astronomía, a
Silvestre II (primer papa francés) le gustaba observar el cielo
nocturno desde la archibasílica de San Juan de Letrán, que era
entonces la sede pontificia, deleitándose con la Luna y las
estrellas.
Silvestre II no tuvo un
pontificado tranquilo, y en el año 1001 tuvo que abandonar Roma en
compañía de su protector. Ambos murieron en un lapso temporal de
apenas un año. A pesar de las dificultades este pontífice combatió
la corrupción que apestaba a la Iglesia y luchó con denuedo contra la simonía. Lo más destacado quizá fue la forja de dos
alianzas (cuasi) eternas, pues intervino de forma directa en la
evangelización de Polonia y de Hungría, dos reinos que siempre
defendieron a la iglesia católica.
En la biografía de
Silvestre II se entremezclan los real y lo fantástico, su faceta de
incipiente científico se confunde con la práctica de la magia. Se
cuenta incluso que selló un pacto con el mismísimo diablo. Aún hoy
se le atribuye el poder de profetizar la muerte del vicario de
Cristo en la Tierra; su sepulcro destila agua o sus huesos producen
ruidos en el interior de la tumba, cuando la muerte del Pontífice es
inminente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario