La luz iluminó la Edad Oscura y Europa entera comenzó a llenarse de Iglesias y Catedrales, cada vez más altas, más luminosas, tan etéreas, que flotaban en la morada divina. El campo se fue a la ciudad, el feudo escapó al burgo, y el románico cedió su espacio al gótico. El renacer urbano y el alcanzar (arquitectónicamente) la gloria divina, fueron las dos caras de una misma moneda medieval. Las altas torres escaparon de las sombras y alcanzaron la luz. Albañiles, canteros y maestros de obra, obviaron la escritura y compusieron un auténtico evangelio en piedra. La Magna Obra, de la que tanto saben los alquimistas (y masones) fue la Catedral. Que no engrandece a Dios, sino al propio hombre.
Los ángeles no bajaron
a la Tierra, los Santos no dieron instrucciones ni dibujaron planos.
Tampoco Dios fue maestro, ni arquitecto. Fueron hombres y mujeres,
creyentes y ateos, piadosos y pecadores, los que con esfuerzo,
ilusión, sacrificio y tesón desafiaron a los cielos y levantaron
enormes catedrales, vencieron al miedo y desterraron Babel de sus
corazones.
En el fondo, la Catedral
no cuenta la historia de Dios, cuenta la historia de hombres y de
mujeres, de regiones enteras, de países y de ciudades, de guerras y
de tratados, de fiestas y de vida cotidiana, de cualquier día del
año y de fechas señaladas. Cuentan, para quien quiera escucharlas,
las historias del tiempo, de la ciudad donde se encuentra y de sus
gentes desde hace siglos. Por eso, no es posible conocer la historia
de una ciudad si no nos acercamos a su (iglesia) Catedral. Y a veces,
nos da pistas sobre lugares y ciudades de más allá de los límites
de la urbe.
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