Rizos renacentistas se deslizan sobre los hombros de un San Jorge en guardia. Los guanteletes, que protegen huesudos dedos, y la armadura, menaje imprescindible del caballero medieval, confeccionados a partir de las duras escamas del Dragón.
Un Dragón, otrora poderoso y orgulloso, queda reducido a la nada, su espíritu doblegado por una certera lanzada que partió en dos su corazón. La valentía derrotada por la plegaria, la honestidad por la hipocresía y la vitalidad por la desidia.
Una capa se convierte en toga, envuelve el cuerpo, el soldado se vuelve general, el plebeyo senador, y el niño adulto, y otorga solemnidad a la figura del Santo Patrón de la Caballería medieval.
A él nos encomendamos antes de la contienda. Su espíritu nos guía en el campo de batalla. Su lanza derriba al maligno. Y en agradecimiento, a él regresamos victoriosos.
Una mueca de dolor, unas lágrimas escondidas, un atisbo de tristeza y el compungido rostro del guerrero ¿no parece pedir perdón a su víctima?.
Y en el rincón más recóndito de su mente, se oculta una terrible verdad, que carcome el alma, paraliza el cuerpo y arroja al fondo del abismo de la desesperazción su energía vital; la segura certeza de haber elegido el bando equivocado.
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