El
vino debe ser el inseparable amigo y compañero del peregrino que va
a Santiago.
Acompaña
durante las solitarias veladas,
calienta
el alma las noches frías,
espolea
las piernas las duras jornadas
estrecha
vínculos entre compañeros de fatiga
y
aunque Santiago no aparezca, el nunca nos abandona.
La
sangre de Cristo se torna imprescindible para todo aquel que sale al
camino, no es posible alcanzar el destino si se deja de lado la
botella de vino. La sangre de Cristo, como no podía ser de otra
forma, alimenta el alma y enaltece el espíritu del caminante, del
incansable e infatigable peregrino. Cristo dio su sangre por
nosotros, pero la transformó en uva. Cada año, durante la vendimia,
un remedo de la Semana Santa, los cristianos reviven la Pasión y
sacrifican la uva para redención de la Humanidad, por eso el buen
peregrino nunca abandonará su botella de vino. El cristiano pasó de
la transubstanciación y bebió sus amores del fruto de la vida.
Alimenta más que la sangre de Cristo.
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