Nuestra
brújula señala hacia el Poniente, el lugar donde muere el Sol, el
Finisterrae, donde todo fenece y por ello, enclave propicio (y
propiciatorio) para honrar a los difuntos y venerar a los dioses,
para celebrar un atávico culto a los muertos, cuando no a la misma
muerte. La Compaña camina por inmemoriales caminos gallegos,
buscando almas (incautas) errantes, para dirigirlas ante su gran
señora; la Parca.
Caminar
es de iniciados, el cuerpo fatigado, asfixiado y dolorido deja vía
libre a la mente, que en esta circunstancia, una vez derrotada la
carne, vislumbra más allá de engañosas visiones y pomposos cantos
de sirena, y se alza por encima de toda realidad cotidiana y es capaz
de descubrir la verdadera esencia de la existencia.
El
caminante rompe las cadenas sensoriales que lo aprisionan, como un
reo sin condena, a los recios barrotes de la cotidianeidad; su
espíritu se libera y la mente se eleva por encima de la banalidad.
Entonces, ya está preparado para acceder al más importante de los
dones; el autoconocimiento. El cuerpo deber morir, para renacer y
comprender. El aspirante pasaba la noche velando armas antes de ser,
mediante toque de espada, armado caballero. Muchas religiones
orientales basan la meditación en un prolongado ayuno. Todos
coinciden en el mismo camino; apartar las sensaciones físicas para
ceder todo el protagonismo a las mentales.
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