jueves, 15 de agosto de 2013

LA SANTA GUERRERA



No había hombre que pudiera con ella, ni en el arado ni en la espada.
En el silencio del huerto, al mediodía, escuchaba voces. Le hablaban los ángeles y los santos, san Miguel, santa Margarita, santa Catalina, y también la voz más alta del Cielo:
No hay nadie en el mundo que pueda liberar el reino de Francia. Sólo tú.
Y ella lo repetía, en todas partes, siempre citando la fuente:
—Me lo dijo Dios.
Y así, esta campesina analfabeta, nacida para cosechar hijos, encabezó un gran ejército, que a su paso crecía.
La doncella guerrera, virgen por mandato divino o por pánico masculino, avanzaba de batalla en batalla.
Lanza en mano, cargando a caballo contra los soldados ingleses, fue invencible. Hasta que fue vencida.
Los ingleses la hicieron prisionera y decidieron que los franceses se hicieran cargo de esa loca.
Por Francia y su rey se había batido, en nombre de Dios, y los funcionarios del rey de Francia y los funcionarios de Dios la mandaron a la hoguera.
Ella, rapada, encadenada, no tuvo abogado. Los jueces, el fiscal, los expertos de la Inquisición, los obispos, los priores, los canónigos, los notarios y los testigos coincidieron con la docta Universidad de la Sorbona, que dictaminó que la acusada era cismática, apóstata, mentirosa, adivinadora, sospechosa de herejía, errante en la fe y blasfemadora de Dios y de los santos.
Tenía diecinueve años cuando fue atada a una estaca en la plaza del mercado de Rouan, y el verdugo encendió la leña.
Después, su patria y su Iglesia, que la habían asado, cambiaron de opinión. Ahora, Juana de Arco es heroína y santa, símbolo de Francia y emblema de la Cristiandad.

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