miércoles, 4 de noviembre de 2020

CONSTANT, EL TEÓRICO DE LA REPRESENTACIÓN.

 


La Revolución Francesa, tan alabada por unos como detestada por otros, permitió comprobar algo que a menudo se olvida al tratar sobre democracia y participación: cuando una pequeña cantidad de ciudadanos muy politizados y bien organizados actúan como si existiera una única voluntad general y ellos fueran sus intérpretes, el resultado está más cerca del despotismo que de la libertad. Es indiferente el tamaño de esa minoría; lo relevante es la claudicación de la libertad individual y el pluralismo ante las exigencias de quienes hablan en nombre de la voluntad colectiva.

Uno de los que mejor comprendió el alcance de esa experiencia fue Benjamin Constant, cuyas reflexiones contribuyeron a erigir el edificio de los sistemas representativos modernos y siguen teniendo una indiscutible actualidad. Constant llegó a París el 24 de mayo de 1795, cuando contaba 28 años, acompañado de Madame de Staël, la ya famosa hija de Necker, el exministro de hacienda de Luis XVI, republicana moderada y defensora de las reformas del 89. Hasta entonces, desde su residencia en Alemania, Constant apenas había participado en la vida política, transitando desde una postura antiaristocrática hacia una creciente desilusión tras las primeras ejecuciones en la guillotina. Con todo, hasta la llegada de Napoleón, Constant confió en que el legado de la revolución acabaría alejándose del despotismo, es decir, “la république en sera que la liberté”. Pasado el 18 de Brumario, tras dos años como miembro del Tribunado, se alejó de toda actividad politica al acabar 1801; a partir de entonces empezó una decisiva reinterpretación crítica de la revolución.

Constant explicó que la libertad de los modernos no era compatible con una idea de la política en la que para ser libre fuera obligatorio participar constantemente en la asamblea pública. No lo era porque la libertad privada requiere no solo de tiempo para los propios negocios e intereses, sino también de un amplio espacio de acción regulada por ley que proteja al individuo de la imposición de los otros, sean estos mayoría o minoría. Es decir, Constant comprendió que si se entendía la libertad como una “participación activa y continua en el poder colectivo”, es decir, lo que según él había ocurrido en el mundo antiguo, concretamente en la Atenas clásica, el individuo terminaría siendo “esclavo de su vida privada”. Tanto el progreso del comercio como el individualismo exigían una forma de gobernar la nación que no dependiera de una ciudadanía participante, sino de un modelo de representación responsable y una sociedad vigilante. Lo contrario, como había pasado en la segunda etapa de la revolución, se traduciría en el despotismo de unos pocos en nombre de la voluntad general.

Con el tiempo, los regímenes liberales del siglo XIX que precedieron a la democracia se basaron en la idea posrrevolucionaria formulada, entre otros, por Constant: “El objetivo de los modernos es la seguridad en los disfrutes privados, y llaman libertad a las garantías concedidas por las instituciones a esos disfrutes”. Aquí está la base de la democracia como sistema que permite no solo la participación popular en la elección de los representantes, sino que garantiza el mantenimiento de una arquitectura liberal, esto es, un marco institucional que permite armonizar libertades e intereses potencialmente conflictivos, pero sin usar la política como una excusa para suprimir las diferencias y acabar con el individualismo moral por mor de la virtud o el compromiso ciudadano tal cual lo entiendan algunos, sean estos mayoría o no.

Manuel Álvares Tardío.

Profesor de Historia Política, U. Rey Juan Carlos.

La Aventura de la Historia. Especial 200 momentos que transformaron el mundo.

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