lunes, 18 de noviembre de 2019

UN BOSQUE MUY ÚTIL.




Es probable que nuestro viaje se desarrolle con algunas dificultades. Durante la alta Edad Media, Aquitania constituía un conjunto arbolado, aun cuando la atravesaba el río Garona. El bosque continuaba en las regiones del Loire, y de tanto en tanto se veían explotaciones medianas entre vastos bosques y eriales. En la región parisina, los soberanos merovingios y carolingios disponían de grandes espacios boscosos para la caza. En 991, Richer, monje de Saint-Remi de Reims, se dirigía a Chartres. Tras un alto en el monasterio de Orbais, fue hacia Meaux. Pero, escribe, "cuando comenzamos a caminar con mis dos compañeros por los sinuosos senderos de los bosques, nos ocurrieron muchas desgracias, porque nos equivocamos de camino en los cruces, y nos desviamos seis leguas".

Al norte y al este del Sena, el bosque se espesaba tanto que formaba una verdadera frontera. Nos internamos en el antiguo macizo herciniano que se extiende desde los macizos renanos hasta Bohemia. Al relatar en el siglo XI la lucha entre Enrique IV y los sajones, el benedictino Lambert de Hersfeld menciona al pasar la gran selva primitiva que cubría todavía en esa época amplias zonas de Germania. En la cima de una colina a la que sólo se podía llegar por un camino escarpado, se alzaba el castillo en el que residía Enrique. Las laderas de la montaña estaban "hundidas en la sombra de un inmenso bosque desplegado sobre miles y miles de pasos, inmenso y continuo". De ese modo, el soberano pudo escapar con algunos compañeros. Durante tres días, caminaron "en ese bosque inmenso, siguiendo un camino angosto y poco conocido que había descubierto su guía, un cazador que, gracias a su práctica de la caza, era capaz de orientarse en el secreto de los bosques".

Por otra parte, el bosque medieval sólo era impenetrable en algunos lugares poco habitados. En su interior residía toda una población que vivía de sus recursos naturales. La Vida de san Bernardo de Tirón señalaba que, a comienzos del siglo XII, muchos anacoretas tenían sus celdas en las vastas soledades de los confines del Maine y de Bretaña. Entre ellos, un tal Pedro, que no sabía trabajar el campo ni cultivar huertas, debía buscar comida para varios de sus compañeros. Tomó unos cestos, entró en el bosque que rodeaba su casa y cortó frutos de los avellanos y otros árboles silvestres. Mientras ponía los frutos en sus canastos, vio en el hueco de un tronco un enjambre de abejas con una enorme cantidad de cera y de miel.
Jean Verdon.
Sombras y luces de la Edad Media.


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