miércoles, 4 de noviembre de 2015

ALBORES DE LA VIDA.

VIDA Y COLOR 2
(Colección de Cromos de 1968).


Nunca sabremos con certeza absoluta cuáles fueron las primeras formas de vida que se desarrollaron en el planeta Tierra. Paleontólogos, geólogos, astrónomos, biólogos, químicos y filósofos han elaborado múltiples teorías a explicar la aparición de los Seres Vivos; todas ellas, por coherente que sea su enunciado, dejan un amplio margen al factor de incertidumbre. En un principio nuestro planeta era una masa amorga e informe de átomos libres que giraban unos en torno a otros sin dar lugar a combinaciones químicas, que no podían producirse a la temperatura de 7.000ºC a la que hervía nuestro mundo. Aquella bola incandescente de gases se fue enfriando poco a poco y, al cabo de varios millones de años alcanzó la temperatura de 300º, operándos en ella una serie de transformaciones químicas; la vida ya era posible. La primera fase de la vida sobre el planeta Tierra consistió en la síntesis de materias orgánicas a partir de elementos minerales: el proceso se realizó con el concurso de cuatro tipos de energía: el calor emitido por el planeta al enfriarse, la luz solar, la electricidad terrestre y la radiactividad. La suma de todas estas circunstancias dio lugar a la aparición de centros víricos que en una etapa posterior generaron membranas (estado bactérico), las cuales fueron pigmentadas algo más tarde (estado cianofíceo). La diferenciación definitiva del núcleo y del citoplasma tuvo por consecuencia la aparición de protozoos. Estos formaban grandes bancos marinos de materia gelatinosa, que en el transcurso de muchos millones de años fue perfeccionándose hasta producir variadas formas de vida. En los fondos marinos del período cámbrico encontramos medusas, esponjas, trilobites, anélidos.....Por aquel entonces, los continentes, áridos y desolados, no habían sido conquistados por ningún genero de vida. 


Durante el período ordovícico las criaturas marinas continuaron multiplicándose y perfeccionándose. Contribuyó a ello la benignidad del clima y el aumento de nivel de las aguas, las cuales inundaron extensos territorios continentales. Los invertebrados ordovicienses, por un fenómeno de adaptación al medio ambiente, se cubrieron con corazas calcáreas o conchas que los protegían de la voracidad de sus congéneres. Los fondos marinos se poblaron en este período de corales agrupados en colonias, de equinodermos y ostracodermos. La lucha por la subsistencia tuvo dos antagonistas: la estrella de mar y la almeja; pero el señor absoluto de las cálidas aguas del Ordovício fue una especie de calamar gigante de la familia de los nautilóideos, cuyo caparazón llegaba a tener hasta 4'75 metros de longitud, que se alimentaba indistintamente de caracoles, briozoos y toda clase de lamelibranquios. Los trilobites del período cámbrico continuaron viviendo en el ordovícico, si bien amedrentados por el poder de esta nueva criatura. 


El período silúrico (360 – 325 millones de años) sucedió al ordovícico. El medio marino no sufrió un cambio sustancial; continuó siendo el refugio de equinodermos, braquiópodos, esponjas, almejas, corales, briozoos y caracoles. Aunque la especie más llamativa del silúrico fue el escorpión gigante, un ser de aspecto ciertamente terrorífico que llegaba a medir 2'75 metros de longitud. Este período es importante, sobre todo, por la aparición de los primeros peces vertebrados, que los paleontólogos suponen procedían de los lagos y los ríos, desde los cuales pasaron a poblar el mar. El tipo más primitivo poseía una fuerte coraza calcárea y carecía de mandíbulas, por lo que nadaba con la boca permanentemente abierta, alimentándose de los millares de organismos microscópicos que pululaban en las aguas. A finales del silúrico apareció un pez con mandíbulas, el acantodo, de aspecto muy similar al tiburón. A pesar de su pequeño tamaño era un temible carnicero de los mares. Por último, algunos artrópodos dejaron en esta época las aguas y pasaron a poblar los continentes. 


Las fuerzas endógenas de la Tierra ocasionaron, inmediatamente antes de finales del silúrico, un combamiento de la corteza del planeta. Consecuencia de este hecho fue el retroceso de las aguas marinas en muchas costas; la regresión dejó depósitos de sal y una gran cantidad de sedimentos orgánicos. Estas circunstancias favorables determinaron la aparición de una flora que pronto se extendería por toda la tierra firme. Durante el devónico (325 – 280 millones de años), los vegetales, simples algas marinas hasta entonces, se transformaron en grandes coníferas, en helechos y plantas con hojas. Las psilofitas, predecesoras de la actual flora terrestre, a excepción de los musgos y los hongos, comprendían múltiples especies, algunas de ellas carentes de auténticas hojas y raíces y otras, por el contrario, de aspecto arborescente y gran altura. El cambio del paisajes terrestre trajo consigo un trastorno de las condiciones vitales: los seres marinos podrían encontrar su alimento, a partir de entonces, fuera del elemento acuoso. Los peces pulmonares (dipneustos), y sus parientes los crosopterigios, iniciaron la conquista de la tierra firme. 


El veloz desarrollo de las especies vegetales en un clima húmedo y suave convirtió la faz del planeta en un manto de verdor salpicado por terrenos pantanosos. En ese medio ambiente brotaban los helechos, los equisetos y grandes árboles de madera muy balnda que tenían un rápido crecimiento y vida efímera. Durante el período carbonífero el mundo se asemejaba a una inmensa ciénaga maloliente repleta de vegetales putrefactos; los yacimientos de petróleo y carbón que se explotan en la actualidad son los residuos fosilizados de este paisaje nauseabundo. En él crecían tres tipos de árboles: las sigilarias, provistas de curiosos penachos de follaje, los lepidodendros, de tronco esbelto que llegaba a alcanzar hasta cuarenta metros de altura, y los cordaites, predecesores de las actuales coníferas. El ambiente fue propicio para que se desarrollaran en el más de ochocientas mil especies de insectos, algunas de las cuales, como el maganeurón de aspecto de libélula, fueron de dimensiones extraordinarias (73,6 cm de envergadura). 


El periodo pérmico (230 – 205 m.am), al que corresponde el animal de nuestra lámina – el edafosaurio -, constituye la última fase de la era paleozoica, cuya duración global fue de 300 millones de años. Los fenómenos geográficos que se produjeron durante el pérmico y fueron de gran importancia: los mares retrocedieron y pusieron al descubierto una gran superficie de tierras, los pantanos se desecaron, avanzaron los casquetes polares y surgieron nuevas cadenas montañosas como los Urales y los antiguos Apalaches. Por su parte, el clima se hizo riguroso y extremado, lo cual determinó la sustitución de las débiles plantas carboníferas por otras especies vegetales más resistentes a las circunstancias adversas. Éste fue el momento en que los anfibios se convirtieron en reptiles, iniciando una nueva forma de vida. El edafosaurio, gigantesco animal dotado de una enorme aleta dorsal, fue un reptil herbívoro de la rama de los pelicosaurios, de la cual proceden los primeros mamíferos. 


Durante la primera etapa de la era secundaria, en el período triásico (205 – 165 millones de años), se produjo un mejoramiento de las circunstancias geográficas y climatológicas. Ello permitió que las laderas de las montañas se poblasen con bosques de coníferas, con cicadáceas y cicadeoides. Mientras tanto, los seres marinos, en especial los amonites y los corales, experimentaron un tremendo desarrollo; las criaturas terrestres, es decir, los reptiles se multiplicaron en número y también se diferenciaron en ramas distintas. Una de las que adquirió un pronto desarrollo fue la de las tortugas o quelonios, cuyas características físicas no han variado desde el triásico hasta nuestros días. En los cursos fluviales, en las charcas y en las lagunas proliferaron los anuros, los urodelos (anfibios de los que desciende la salamandra) y toda clase de batracios. Los terrenos secos y soleados se vieron poblados por innumerables lagartos y lagartijas que caminaban erguidos sobre sus largas patas traseras. 


A pesar de la conquista de los continentes emprendida por los reptiles, muchos de ellos retornaron a las acogedoras aguas marinas durante el período jurásico (165 – 135 millones de años). La especie que mejor se adaptó al nuevo medio ambiente fue el ictiosaurio, animal de aspecto psiciforme – similar en cierto modo al delfín - , y reproducción vivípara que llegaba a alcanzar los 8 metros de longitud. Era un pez rapidísimo, saltarín y juguetón, que se movía en aguas poco profundas, alimentándose de los moluscos que hallaba en ellas. Durante algunos millones de años se enseñoreó de los siete mares, pero desapareció de la faz del planeta mucho antes que otros seres marinos contemporáneos suyos sin duda aniquilado por un feroz enemigo que desconocemos. 


Los reptiles acuáticos de mayores dimensiones fueron los pleisosaurios, que vivieron en los períodos jurásico y cretácico y cuyos restos fósiles se hallan en abundancia en los estratos de pizarra del Jura y en las formaciones yesosas del oeste de Kansas. Estos animales marinos alcanzaban hasta 15 metros de longitud y, a diferencia de los ictiosaurios que se impulsaban por medio de aletas, se movían en el líquido elemento por medio de grandes paletas, similares a las partas de las tortugas de mar. La familia de los plesiosaurios comprendía diversos tipos: el cronosaurio y el brachauquenio, ambos de cráneo alargado, y el elasmosaurios, que vemos en nuestra lámina, del cual se ha dicho que parecía una serpiente ensartada en el cuerpo de una tortuga, puesto que tenía un larguísimo cuello (de hasta 7 metros de longitud) rematado por un cráneo muy pequeño. Era un animal muy voraz que apresaba los peces de que se alimentaba con rápidos movimientos. 


A fines del período jurásico se produjo una nueva subida de nivel de las aguas marinas que tuvo por consecuencia la inundación de gran parte de Europa y de América. El clima fue por aquel entonces muy cálido y las especies animales y vegetales conocieron óptimas circunstancias para enseñorearse de los más remotos rincones de la Tierra, incluso de aquellos lugares que en épocas anteriores habían estado cubiertos por hielos. El paisaje de pantanos y aguas estancadas se pobló de una vegetación exhuberante y favoreció el desarrollo de animales gigantescos, uno de los cuales fue el brontosaurio (del griego bronto, trueno, y sauros, lagarto) que pesaba alrededor de las 28 toneladas y tenía casi 20 metros de largo. Esta mole de carne y hueso chapoteaba enlas charcas y lagunas, por cuyo fondo caminaba lentamente apoyándose, como los hipopótamos actuales, en sus patas traseras. Su cabeza, pequeñísima, poseía un cerebro rudimentario que sólo permitía al animal la percepción de impresiones primarias, activaba el movimiento de las mandíbulas y le facilitaba la localización de los vegetales que le servían de alimento.


El período cretácico (135 – 75 millones de años) fue el momento de apogeo de los grandes dinosaruios. La evolución de este tipo de animales condujo al tiranosaurio, el más grande y aterrador reptil que ha vivido sobre el planeta Tierra. Tenía unas robustas patas traseras, mucho más largas que las delanteras, y caminaba erecto en ellas a grandes zancadas. Sus pies estaban armados con poderosas uñas y espolones; por el contrario, sus extremidades anteriores eran apenas unos muñones, atrofiados e inútiles. La boca de este dinosaurio estaba provista de varias hileras de dientes en forma de sable que medían 15 centímetros de longitud. La cabeza del animal se hallaba a una altura de 5 ó 6 metros del suelo, por lo que resultaba invulnerable a los ataques de otras criaturas; sólo los de sus especie y sus dimensiones (15 metros de longitud) podían combatir con él. A pesar de ello, esta especie de carnívoros tuvo una vida muy corta si la comparamos con la de otros animales de su tiempo. 


La familia de los dinosaruios (nombre inventado por el paleontólogo Richard Owen con dos palabras griegas: deinós, enorme o terrible, y sauros, saurio, lagarto) que alcanzó su máximo desarrollo en el Cretácico, procedía de la evolución de la especie de los thecodontos, animales de fines del período pérmico. Uno de los seres más representativos de esta rama zoológica fue el saltoposuco; media sólo 1.20 metros de cabeza a cola, caminaba erecto sobre sus patas posteriores, más largas que las anteriores, y era un animal voraz cuyo aspecto recordaba un poco al del canguro actual. El estudio de los restos fósiles del saltoposuco inducen a los paleontólogos a suponerlo remoto predecesor de las aves y también de los cocodrilos. Los dinosaurios, que se enseñorearon del planeta Tierra durante un período de 75 millones de años de duración, comprendían dos órdenes principales: el de los saurisquios y el de los ornitisquios. Los primeros tenían los huesos de la pelvis parecidos a los de los saurios actuales y eran, en general, temibles carnívoros; los segundos tenían la región pelviana dispuesta de forma similar a la de las aves, orden zoológio que procede de esta clase de dinosaurios. Los onitisquios poseían un cerebro muy pequeño y se alimentaban de vegetales; las especies de pequeño tamaño fueron aniquiladas por los feroces saurisquios, a los que sirvieron de alimento. El iguanodon que aparece en nuestra lámina fue uno de los ornitisquios de mayores dimensiones; su cabeza se hallaba a 6 metros de altura del suelo y el animal tenía una longitud de casi 10 metros. Sus costumbres eran pacíficas, pero si algún carnívoro de grandes dimensiones se atrevía a atacarlo el iguanodon hacía uso del mortífero espolón que poseía en sus patas anteriores. El primer fósil de este animal fue hallado por la señora Mantell en la población de Lewes (Sussex, Inglaterra) el mes de marzo del año 1822. Hasta nuestros días, los descubrimientos de huesos de dinosaurios se han multiplicado especialmente en Norteamérica (Utah, Wyoming, Montana, colorado, Nuevo Méjico y la provincia canadiense de Alberta) y en Europa (Francia, Alemania, Bélgica e Islas Británicas), lo cual demuestra la enorme difusión geográfica que alcanzó este orden zoológico de la era secundaria. 


Otro miembro de la familia de los dinosaurios fue el estegosaurio, animal cuyas características más acusadas fueron las de poseer el lomo coronado por una sucesión de placas óseas – prolongación monstruosa de las apófisis vertebrales – y tenes la cola armada por cuatro poderosos espolones. Éste era el miembro que utilizaba para defenderse al ser atacado por un carnívoro. La formidable coraza del estegosaurio se completaba con multitud de pequeños nódulos óseos de forma anillada que se distribuían profusamente sobre toda la superficie de su piel, en especial en la parte del cuello, punto más vulnerable de su anatomía. La cabeza, alargada y menuda, estaba protegida por robustas placas de hueso, y la totalidad del cuerpo aparecía recubierta por una capa córnea. El estegosaurio, auténtico tanque blindado, era a causa de su peso un animal de movimientos lentos y andar vacilante. Para combatir se alzaba sobre sus patas posteriores, más largas que las anteriores, de modo parecido a como lo hacen los osos en la actualidad. 


La lucha por la subsistencia obligó a diversos subórdenes de cuadrúpedos ornitisquios a perfeccionar sus defensas. En cierto momento del período cretácico, la temperatura descendió y la vegetación de los pantanos se fue empobreciendo paulatinamente. Los herbívoros tuvieron que adaptarse entonces a la vida en las llanuras, en grandes espacios abiertos donde se veían expuestos a toda clase de peligros; para arrostrarlos, algunos dinosaurios se convirtieron en verdaderas fortalezas ambulantes. El triceratops que aparece en la lámina es uno de ellos: medía unos 6 metros de longitud, 2.5 de altura, y poseía un cráneo, de enormes dimensiones con respecto al cuerpo (2 metros), armado con tres poderosos cuernos. La cabeza en sí era una especie de yelmo óseo de forma cóncava que se prolongaba hacia atrás para cubrir el cuello. El hocico del animal tenía el aspecto de un pico de ave. Como el rinoceronte actual, el triceratops debía atacar embistiendo con la cabeza gacha para ensartar al enemigo con sus cuernos....


Los reptiles se habían enseñoreado de los mares y de los continentes: solo les restaba ya adueñarse de los cielos. Y eso fue posible en el período jurásico, momento en que diversos animales terrícolas desarrollaron amplias membranas entre sus dedos y entre sus patas, iniciando con su ayuda audaces vuelos planeados. Los pterosaurios (del griego pteros ala, y sauros, saurio, lagarto) constituyeron una gran familia de seres alados que fue especializándose cada vez más para lograr la conquista del medio eétero. El más antiguo de sus miembros fue el ranforrinco, el cual poseía aún una cola desproporcionada a su tamaño y no alcanzaba más de 50 centímetros de envergadura. Pero los pterosaurios evolucionaron con la misma rapidez de los dinosaurios y así, a fines del período cretácico, uno de ellos, denominado pteranodon por los paleontólogos, había llegado a alacanzar los 8 metros de envergadura. Todas estas criaturas voladoras carecían de plumas y poseían mandíbulas alargadas y provistas de afilados dientes. 


Una de las ramas del orden de los reptiles voladores fue el Archaeopteyrx, del que descienden las aves actuales. A pesar de su aspecto de reptil, este animal tenía el cuerpo cubierto por plumas, poseía dientes y se adornaba con una larga cola que, al propio tiempo, le servía de estabilizador del vuelo. Uno de los mayores misterios de la Paleontología estriba en saber cómo la piel de los reptiles se cubrió de plumaje. Los investigadores sostienen la teoría de que el cambio fue debido a que el corazón de los seres de sangre fría, adaptado a un sistema de circulación variable,se transformó a lo largo de un proceso evolutivo en un órgano dividido en cuatro compartimentos, es decir, en la víscera cardíaca propia de los animales de sangre caliente. Las alteraciones químicas resultantes de la sustitución del órgano tuvieron por consecuencia que las escamas se convirtieran en plumas. Gracias a ellas el Archaeopteyrx tuvo excepcionales condiciones voladoras y sobrevivió a los restantes reptiles alados. 


Durante toda la era secundaria, el temible poder de los dinosaurios había hecho medrar penosamente y en el olvido a un grupo de animales de pequeño tamaño; éstos habían buscado elrefugio de las copas de los árboles o se habían lanzado a surcar el espacio aéreo: eran las aves y los primeros mamíferos. Los fósiles del período jurásico permiten reconocer la existencia de cuatro grupos de mamíferos, descendientes todos ellos de los reptiles terápsidos del triásico. Cuando se extinguieron los dinosaurios a fines del cretácito, estos seres humildes pasaron a ser señores absolutos del planeta. A principios de la era terciaria, en el período paleocénico, la Tierra ofrecía paisajes desolados; habían surgido las grandes cordilleras y los mares interiores se habían desecado, formándose vastas llanuras en las antiguas cuencas. En este terreno vivían grandes aves corredoras, como el Phororhacos que vemos en la lámina, que daban caza a los pequeños mamíferos insectívoros que convivían con ellas. 


El mundo terciario en transformación se convirtió en un campo de batalla donde luchcaban por su supervivencia dos bandos antagónicos. Por una parte, los mamíferos, orden zoológico todavía poco preparado, compuesto por animales de pequeño tamaño y escasas defensas; de otra, las gigantescas aves corredoras, carniceras y sanguinarias. Una de ellas la diatrima, que poseía una cebeza voluminosa armada con un fuerte pico, piernas musculosas y aceradas garras. El resultado final de este combate que se inició en el terciario fue desfavorable para las aves. Su descendencia se halla prácticamente extinguida en la actualidad, si se exceptúan el casuario, que vive en el archipiélago índico, el emú, propio de Australia, y el kiwi de Nueva Zelanda, especie que alcanza apenas el tamaño de un gallo. Nuestra lámina muestra al moa, ave que desapareció de la Tierra hace unos doscientos años; tenía más de dos metros de altura, pesaba unos 180 kilogramos y ponía enormes huevos. 


Durante el pleistoceno la Tierra experimentó importantes fenómenos glaciares que tuvieron una decisiva influencia sobre la vida de los animales. Los casquetes polares avanzaron y retrocedieron cuatro veces sucesivas en este período, llegando a cubrir en su momento de máxima extensión un tercio de la superficie del globo. El movimiento de las masas de hielo modeló la corteza terrestre, ahondó valles en las llanauras, vitalizó los ríos y creó lagos; la fauna respondió a este fenómeno dando muestras de gran vitalidad. El pleistoceno fue la edad dorada de los grandes mamíferos, del mastodante y del mamut, los cuales realizaron migraciones periódicas que seguían el ritmo impuesto por los glaciares en movimiento. Los restos fósiles permiten comprobar el viaje emprendido por tres especies de animales desde América del Sur a América del Norte. Se trata del boreoastracón, un armadillo de grandes dimensiones, del milodonte y del megaterio, antecesor del oso hormiguero, que medía más de 6 metros cuando se alzaba sobre sus patas traseras.


La vida de los animales de eras pasadas estuvo sometida a circunstancias que desconocemos. Sólo conjeturas pueden hacerse acerca del por qué de la desparición de los dinosaurios; igual sucede con los grandes mamíferos de la era cenozoica, que se extinguieron de la faz del planeta Tierra al advenimiento de la primavera, tras un invierno – el invierno glaciar – que había durado un millón de años. Sólo la fauna de pequeño tamaño, los rumiantes, los insectívoros y los carniceros, pudo superar el cambio climático. La gran familia de los mastodontes, compuesta por el mastodonte, compuesta por el mastodonte propiamente dicho, el ambelodón, el gonfoterio de Egipto, el tetrabelodonte y el trilofodon, que aparece en el grabado, se desvaneció sin dejar más huellas que unos huesos fosilizados en determinadas formaciones geológicas. Sin embargo, en algunas regiones de la Tierra, principalmente en África y en Asia, los gigantescos mamíferos tuvieron una descendencia que ha perdurado hasta nuestros días. Tampoco sabemos a qué fue debido este milagro. 


Hemos visto a lo largo de la historia que los restos fósiles nos narran cómo cada orden zoológico y cada especie animal experimentó una evolución que condujo desde las formas de vida más elementales a los seres más complejos. Parece como si la sabia naturaleza hubiera dirigido una serie de intentos destinados a lograr como resultado final los animales más aptos para desenvolverse en cada período geológico, en un paisaje determinado y bajo ciertas circunstancias climáticas. Esta gran empresa de la vida conoció diversos grados de perfección y, en el caso concreto de cada uno de los animales, múltiples formas de desarrollo. El elefante actual es resultado de una larga cadena de intentos, que se inicia con el Moeritherium y sigue con el paleomastodonte, el mastodonte y el mamut. Pero de cada uno de estos tipos existieron variantes, es decir, ensayos biológicos que no llegaron a fructificar. Fueron especies, como el dinoterio de nuestra lámina, que tuvieron vida efímera y exigua descendencia. 


En sus orígenes, las especies zoológicas estuvieron poco diversificadas, pero, a medida que transcurrían las etapas geológicas, se hizo necesaria una adaptación al medio que tuvo por consecuencia la división del conjunto biológico y la individualización de los múltiples tipos que lo integran. Así, un animal como el brontoterio que aparece en el grabado, representante de la familia de los titanoterios, puede considerarse antecesor y pariente a la vez del rinoceronte, el tapir y el caballo, seres que en su forma actual no presentan grandes similitudes. La compleja obra de la vida, conocida científicamente a través de los vestigios fósiles, las criaturas vivientes y la experimentación en el laboratorio, es tan perfecta y coherente que deja asombrado al hombre, ser racional situado en la cúspide de la pirámide zoológica. 



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